miércoles, 16 de diciembre de 2009

Y no lo digo sólo yo!

La nariz

Aquí, sí, pulcritud de pulcritudes,
perfil al vuelo afin, nivel de ardides,
estás, oh mariposa que divides
cielos de nieve y rosas de laúdes.

Oh cuán lírica maga de altitudes
que fiel de reinas majestades mides,
oh muda augusta, en soledad, que impides
junto a ti, rosa impar, similitudes.

¡Ay, primorosa reina de jazmines
entre dos verdes fuegos encumbrada
a ser espada-atril de serafines,

símbolo de existir, nota encarnada,
la breve humana majestad defines,
dije de orgullo con revés de nada!

Francisco Pino

lunes, 7 de diciembre de 2009

Metapoesía


Ej9poesía


Hoy no oí llover
Ni llorar a las tejas
ni me visitaron los hados
No me cantó la musa
Ni me silbó el ruiseñor desde la ventana
las respuestas como ayer.

Y me quedé sin dormir
Pensando en dónde carajo
Habitarán los versos
Antes de venir aquí.

Me he enamorado del espacio incierto
donde flotan las rimas propias y ajenas.
En ese paraíso del verso perfecto
En donde se cuece lo eterno
Cerca de lo terreno
Quisiera vivir.

Antes de ser poeta
Quisiera ser poema
Pero antes de ser poema
Quisiera no ser nada
Apagar hasta la música
para quedarme por fin
a solas sin mí.

Ejercicio de descripción


A ver si adivinás con qué me identifico aquí...


Supremo holgazán
Disfrazado de alfombra
Pasos de terciopelo
Que no oye la selva

El cazador sin sombra
Amas el juego
Y devoras la suerte

Solitario poeta
Dador de muerte
Rey de la jungla
Emperador de los gatos

¿Quién puede presenciar tu baile
Sin sucumbir a tu arte?

Tontiloco


En éste intentábamos salirnos del registro casi siempre quejumbroso de los escritores nóveles y encontrar el efecto en la chanza, la alegría, la sorpresa. Notaréis que los versos son parísilabos....



Cosmicidad


Mirad
Los negros agujeros
Devoradores de hombres y galaxias
De estrellas, montes, mares,
Pozo de ricos y de pobres

Hoyos
Por dónde el propio Cosmos
Tira de la cadena
Engullendo todo
Lo que parió la diosa Hera

Huecos
En los que cabe este mundo entero
Planetas, lunas, satélites,
Tu honor, tu casa, tu salario,
Y todo lo creado
Desde el Lunes hasta el Sábado

Grietas
Como la que guarda Lucy en la entrepierna
Caverna llena de tesoros
Barranco de paredes tiernas
Y gruta en la que olvido
todos mis cósmicos decoros.

El extraño

Aquí se trataba de describir una foto de un banco solitario en un parque hecha con infrarojos, creo:



El extraño



Bajo un oscuro cielo
Descansa sobre sus cuatro patas
Un banco de madera y hierro
De los de antes

Como perros que perdieron su manada
Se acercan los árboles
Para oler al intruso.

Tiene un sabor a sepia
A blanco y negro oxidado
A noche americana.

En esta mañana alquímica
Iluminada por la explosión atómica
La ausencia es la única invitada.
No se oyen los pájaros
Ni se regala nada.
Nadie quiere testigos,
No hay promesas,
Y son falsas las sombras.

Jardin sin flores,
Hasta la esperanza huye
La yerma espera.

jueves, 12 de noviembre de 2009

ejercicio de estilo

Sepukku







“Con un kimono
de sombríos colores
Llega el invierno”

Amaterasu depositó el pincel sobre la pequeña mesa lacada de rojo que sostenía el lienzo, y suspiró. Luego, tomó el escrito y lo rompió en cien pedazos. A su alrededor seguían cayendo los pétalos del cerezo avezados por la brisa como nieve morada, hasta casi cubrir sus pequeñas extremidades. La sombra de una nube cruzó veloz, y fue como si una oscura mano acariciase el jardín durante unos instantes. Pensó en Ishiguro, y en cómo había tenido la delicadeza de ocultar su deshonor ante el maestro Okinawa. Su mano se deslizó bajo la seda hasta reconocer su frío destino. Fue muy rápida.

El viento cobró protagonismo; una repentina ráfaga se llevó los pedazos del haikú que acababa de componer. Amaterasu los miró mientras desaparecían, confundidos con los rosados pétalos hacia el oscuro bosque, y sonrió por primera vez en mucho tiempo.

ejercicio de poesía

y ya puestos a fardar, aquí pedían que el poema reflejase un color. Os invito a que me digáis cuál....

Jolgorio


Ya mis horas crepitan
con el ardor regio de los recuerdos.
Y sus gestas estallan
Rotas las rejas que las retuvieron.

Son ríos de júbilo
que pronto dejarán heridas
Sobre nuestras pieles

Deseos
Sin freno
Crímenes sin castigo
Partos crepusculares
Y regidos por Marte
Garras
Grietas como gargantas
Donde se fraguan esta vida y la otra


Como latido corro
Entre minas que aún han de explotar
Y solo me guían los celos.

ejercicio sobre los Haikú

Haikú



El río silba
Como una serpiente
Que ha parido el mar



Cae del cielo el sol
En un charco flotando
Tiembla de luz




Un beso dura
Lo que una palabra
En la orilla



Cruzan dos grajos
Como pestañas
Que hace bailar el viento



La bruma tiñe
Con su mirada miope
La luz del bosque



Tras la vendimia
Las uvas olvidadas
Se tornan pasas

lunes, 28 de septiembre de 2009

ejercicio de estilo


RAP

(sin música)

Escucha la voz del Profeta.
No sé si quién me envía es Dios,
o un subproducto del peta,
Pero esta es mi tarjeta:

(comienza ritmo)

Mi vida es un suspiro/respiro/inspiro
Por eso practico yoga y me estiro/
Por eso odio sentirme teledirigido./
Mi vida es un momento entre dos muertes/
Demasiado rápido como para echarlo a suertes/
Donde triunfa el más ligero antes que el más fuerte./
No acumules instantes ni sentimientos reptantes/
Llegó la era de los mutantes/ ya no somos los de antes.

Oíd que dicen que se acaba el tiempo/
el fin de la Historia/
que ya llega la Hora/
La Hora del Ahora,/ del Ahora o nunca/
El largo brazo de la Muerte casi en la nuca/
Por eso nunca te gires, no te detengas/
O te convertirás en piedra/
El pasado fue,//
pero ya lo cubre la hiedra.

Tranquilo, que el tiempo no discurre, hermano
Solo tú eres el que corre en vano./
Te han vendido que cada minuto es oro
Y no has tardado en unirte al coro/
Es más fácil que coger por los cuernos al toro/
Tranquilo.¿Quién dice que se acaba el mundo?/
Debe de ser un ser inmundo/
Que quiere que lleguemos rápido hasta el inframundo/
Hazme caso y no te preocupes por el futuro/
si hubiera un mañana sería demasiado duro./
Pero no,
tenemos suerte
solo existe este vibrante ahora
Súbete a su ola/ subete a su ola//
y luego dime si te aburres o te mola

Mi vida es un suspiro/respiro/inspiro
No acumules instantes ni sentimientos reptantes
No es buen negocio/ en eso no me pidas ser tu socio
Ni quieras acumular conmigo
La hipoteca no es ni Meca/
el mejor banco: un buen amigo

Vive intensamente y recorre todo con tu propia mente
Y lucha por ser Uno/ en vez de ser gente
Sé tú la mariposa que genera el huracán
Y no acabes siendo Chita/ creyéndote Tarzán

Relajate,¿Qué pasa?
No pasa nada
Nunca nada ha de pasar
Porque siempre está pasando
Todo está pasando sin cesar

Escucha la voz del Profeta
Esta es mi tarjeta

La vida es solo un momento entre dos muertes
No lo eches a suertes
Rompe tu reloj
Todo lo que puede ser medido no vale lo que un solo suspiro
Deja de pensar siempre en segundos y quédate con lo primero
Lo único, lo verdadero
El tiempo no es de oro
La vida es el tesoro

La hora del Ahora / mira como aflora
Aquí estoy con mi gente
Enviando un mensaje urgente/
Subete a la ola/
La chispa de la vida/ no está en la cocacola
Subete a la ola/
Aprende a deslizarte/
La virtud no viene sola/
Subete a la ola/
Tú tienes que dar el primer paso/
Yo te espero por si llegas,acaso

Ese ahora que nos devora
Es el antes del después
Que siempre corre a tus pies/
Como la sombra de /peter pan
Escucha, entiéndeme, man/
Vive siempre en presente
Pásalo a la gente
Es urgente/ detente
No seas demente

Slow Intelligency

Creo que muchos sueñan con que la humanidad verá casi doblarse la esperanza de vida durante este siglo, como resultado de los avances en investigación médica. Y hasta cuando sueñan lo hacen con ilusión. No sé si al final llegaremos a vivir tanto como Matusalén, Moisés o Abraham -que, según dice la Tradición, vivieron varios siglos-, pero el cambio que se avecina es enorme: casi un nuevo modelo de ciudadanía, pues seguramente ahora ya no se procuraremos ser eternamente jóvenes -como promueve la sociedad actual-, sino eternamente viejos. Si, las células quizás se regeneren, pero a no ser que descubran como borrarnos los recuerdos, seremos viejos en cuerpos más jóvenes, pero viejos igual.

Las implicaciones de tales revoluciones no sé si habrán estudiado con detenimiento. Lo primero que se me ocurre es que, en un mundo de viejos, en vez de retirarnos a los sesenta y cinco años, podríamos continuar trabajando hasta los ciento veinte, para regocijo de las empresas y entidades bancarias -la opción de cursar hipotecas con una duración de hasta cincuenta o setenta años presentará perspectivas interesantes para ellas.

A nivel familiar, padres y madres podremos dejar los niños no solo con los abuelas, sino hasta con las abuelas de los abuelos, lo que facilitará mucho la movilidad laboral que tanto preocupa en este país. Claro que dicha movilidad también se vería entorpecida por el consecuente aumento del parque automovilístico, y del número de conductores y usuarios de transportes a que nos veremos enfrentados. Por que, si la gente no muere, ¿dónde la metemos? ¿Habrá que construir miles de buques para acoger a las decenas de miles de nuevos usuarios de cruceros que se avecinan? ¿ Casi la misma cantidad que de campos de golf, y gimnasios? Y hospitales, claro. Hospitales muchos. No olvidemos que también es gracias a la medicina y a sus avances por lo que podremos disfrutar más tiempo de nuestras enfermedades. Y descubrir muchas nuevas. Algunas farmacéuticas ya se deben de frotar las zarpas con la posibilidad de enfermedades crónicas de más de 100 años de duración. Y no te digo las clínicas de estética y los sanadores. Yo en esto de la salud tengo un mantra, una pregunta que escuché hace un tiempo, y que me vuelve como una melodía inacabada cuando me pongo hipocondríaco: ¿Se puede estar sano en un mundo enfermo? Obviamente, no.

Hace un tiempo leí aquello de que casi nos pasamos el tercio de la vida durmiendo. O sea que si fuéramos bendecidos con una larga vida - pongamos 80 años-, eso supondría de veinte a treinta años de sueños, de un estado de no conciencia. Pero si a ése tercio le añadiéramos todos los momentos en los que nuestro estado no puede ser tildado de plenamente conciente, es decir, de todas aquellas horas de las que nada recordaremos porque simplemente no estábamos allí, sino en otra dimensión de nuestra ensoñación, fantaseando, pensando en otra cosa, en cualquier otra cosa menos en lo que estamos viviendo, menos en el aquí y ahora, concientes como un ojo que nunca se cerrara; sí a ése -ya inmensurable- despiste, le sumáramos además los momentos en los que nuestra conciencia ordinaria está alterada (sea por la regla, las drogas o medicamentos, las iras, el abandono…) comprobaríamos que nuestra vida realmente conciente es más bien mínima. Visto lo visto, por tanto, no creo que se nos pueda –ni, sobre todo, se nos deba- pedir más. Ya suficientes entuertos causamos aprovechando solo una mínima parte de nuestra capacidad intelectual, como para dedicarnos profesionalmente a ello. Propongo un nuevo paradigma, ya que está de moda: el Slow Intelligency se podría llamar. Pensemos más lento. Paremos de tener ideas, por favor. Lo nuevo no es siempre mejor. La arruga, incluso la mental, es bella. Pero la Muerte, también: no en vano es el tema del que siempre y más a menudo se ha alimentado el arte. Y es la sola y única certeza que tenemos durante nuestras vidas. Por mucho que siempre intentemos darle la espalda.

viernes, 11 de septiembre de 2009


cerrado por vacaciones

martes, 7 de julio de 2009

Oh! he descubierto la poesía!



Las Fauces

El tiempo, mi tiempo,
se estira como u n c h i c l e,
pendiente de tu boca y de sus hijas.
Ante mi se extiende liviana
la eternidad, como una alfombra,
y yo me inclino hasta que mi frente besa el suelo
y orando te llamo.
¡Qué no daría por estar ya al otro lado del puente!

Mas el destino gusta de la trama
Y de marcar sus propios ritmos;
Se demora en los argumentos
En los decorados, en los diálogos,
Y a veces hasta abusa de los silencios.
Soy prisionero ahora de su tictac
Atado al insomnio con sus caprichosas cadenas.
Y todo podría convertirse en excusa
Para acabar
Como acaba la mariposa en la telaraña.

martes, 12 de mayo de 2009

momentos de infelicidad



La naúsea



Todas mis desgracias fueron de juventud, tardes grises de hormigón y alambradas en el liceo francés de barcelona, tardes oscuras de invierno, con las luces de clase encendidas desde las cuatro con el estúpido propósito de iluminar tanto desamparo. Fue en tardes como aquéllas, a menudo lluviosas, en las que la humedad se deslizaba desde las ventanas hasta nuestras vidas, transformando nuestros sueños y esperanzas en musgo plomizo; y esas horas que se estiraban sin límite, horas en las que se erigían universos enteros, con sus sagas y sus Apocalipsis completos, horas de cien minutos, que contradecían las teorías enunciadas por nuestro profesor de física. Allí, allí, encerradas como ganado treinta seis almas que solo ansiaban estar lejos,
mar adentro.

Gran parte de mis desdichas se forjaron aquéllas tardes eternas, en las que día tras día, sombríos educadores se encargaron de ir cortándonos las alas -nuestras propias alas-, hasta que un día ya no crecieron. Su memoria, su existencia incluso, y buena parte de nuestra naturaleza quedaron sepultadas bajo la sobredosis de miles de esos vocablos sin sustancia que nos inocularon sin descanso: predicado, eucariota, pluscuamperfecto, interés variable, hipotenusa, financiación a plazo...

Recuerdo el olor de esas tardes cerradas, tribulación de un aula a rebosar de hormonas, sudor y colonias de pago, y ese tufo a neuronas tostadas que acababan por impregnar hasta los pupitres de fórmica y hierro. Todas mis ilusiones rebotando por las geometrías infames de la arquitectura civil, por aquellas aulas cuadradas diseñadas para cuadricular nuestras mentes, para ayudar a convertir a aquellos lobeznos en hombres de pro, y a aquellas princesas en secretarias de empresa. Al andar por los uniformados pasillos de aquella institución represora, si prestaban la suficiente atención, podías escuchar el ruido de tantos sueños rotos quebrándose bajo tus pies.

Yo conseguí escaparme del tedio metiéndome la vacuna por la vena, y conseguí hacer añicos buena parte del odio y de la frustración generada por tamaña castración. Claro que también me hice añicos el hígado… No fue una venganza: de hecho, yo quedé jodido y el sistema ha seguido igual. Pero conseguí irme tan lejos que ya nunca más supe volver.

domingo, 19 de abril de 2009

el libre albedrío



Uno es uno. Eso lo tengo clarísimo. Pero uno también es múltiples yos, personalidades variables en constante pugna por hacerse con el poder, por conseguir imponerse y manejar nuestro pensamiento. Es como vivir bajo un constante golpe de estado.
La larga lista de nuestras personalidades múltiples incluye la amable, simpática, la perezosa, la egoísta, la ruin y hasta la perversa, la devocional o espiritual, la individualista y la comunitaria, la que es capaz de asesinar en un semáforo, y la que nos impele a lanzarnos a las vías de un metro a salvar a un desconocido. Todas las posibilidades de personalidades que haya ido cultivando el individuo se ofrecen ante él; el libre albedrío se ocupa del resto.

Un día me llama una amigo y me pide que lo acompañe en un viaje. Como me siento en deuda con él -por razones que no viene al caso-, me comprometo inmediatamente sin pensármelo demasiado. Pero resulta que el viaje en cuestión es en realidad una peregrinación: mi amigo tiene una promesa que cumplir a la Virgen, y no le sirve con ir a Lourdes ni Fátima. Tenemos que ir a Medjugorge, al Santuario de la Reina de la Paz, en el corazón de la derrotada Bosnia-Herzegovina.
Héteme allí pues, al cabo de una semana, en uno de los lugares más extraños que he visitado, inmerso en una realidad tensa y cruda como las que reinan en cualquier población tras un conflicto bélico. El paisaje es tan abrupto como los lugareños: rocas y zarzas impiden pasear sin acabar ensangrentado. Mi amigo frecuenta la pequeña iglesia por la que han pasado millones de peregrinos desde principios de los ochenta. Yo –por aquel entonces musulmán practicante- me mantengo a cierta distancia del fervor católico reinante, y de hecho aprovecho para peregrinar el viernes hasta la ciudad de Mostar, llorar ante tanta devastación, y rezar en una de las pocas mezquitas que han quedado. Unos días después, al volver a casa, tengo una serie de movimientos internos graduales que me conducen hasta un estado de contemplación intensa en la que se me aparece la Virgen como Reina de la Paz. Todos mis anhelos son colmados y se me abre el Libro de la Vida durantes tres días y tres noches (uno no duerme cuando está Despierto…).
Bien; hasta aquí todo normal: es normal que me llame un amigo; es normal que pueda acabar en un lugar rarito haciendo cosas raritas; y, si me ha pasado a mí, también debe de ser normal lo de la Aparición. Ahora bien, si debe de ser normal, ¿porqué no oigo decir que le pasa a todo el mundo? De hecho, tras años de intensas meditaciones, he llegado a la conclusión de que sí, le pasa a todo el mundo: todos tenemos siempre enfrente la posibilidad de liberarnos de la Ilusión, de apartar el velo que nos separa de la Realidad, pero escogemos mirar el culo de las chicas cuando pasan, o intentamos triunfar como personas de éxito con cuatro pautas que imitamos, y acabamos siendo esclavos. El libre albedrío se ocupa del resto.

Uno es uno. Dos sigue siendo uno, pero partido. Yo soy firme defensor de la teoría platónica de la Media Naranja. Uno y una vuelven a ser Uno. Aunque me consta que todos somos andróginos en esencia, yo me contento con las mujeres. Y de todas las mujeres, sólo aquéllas que tengan una nariz que reúna una serie de parámetros geománticos de imposible definición. A eso le han puesto nombre: nasofilia.

Un día me planté, miré hacia atrás, y decidí tirarme a todas aquellas chicas que había deseado durante mi vida y no había sabido conseguir. Debo decir que siempre fui exageradamente tímido, y a menudo eso me impidió coronar con éxito alguno de mis sueños.
No es que hiciera una lista o algo así; simplemente empecé por las que tenía más cerca y me lancé. Es increíble como la propia convicción de uno puede abrir caminos insospechados donde antes todo fueron barreras. Hay mujeres (y narices, sobretodo) que uno ha deseado hasta la eternidad en la adolescencia y la juventud, con la intensidad de aquel para siempre; mujeres que son una canción, mil veces escuchada siguiendo el compás con el corazón partío, y que se han quedado para siempre allí, agazapadas. Tomarlas fue reconciliarse con aquel dolor, exorcizar el pasado de heridas que sellaron caminos por los que ahora uno quiere transitar. No hay que dejar nada pendiente para no tener que volver la vista atrás. Es lo que estoy aprendiendo con placer. El libre albedrío blablabla…

Uno es uno. Uno y uno ya son tres, porque está escrito: “Dónde dos o tres se reúnan en Mi nombre, allí estaré Yo también”. O sea que nunca estamos solos. Somos multitud. Dentro y fuera. Y no solo me refiero a las personas o seres con los que compartimos moléculas. Sino también a los otros.

Una noche me encontraba en una habitación compartida en el Monasterio de Santa Katerina, en el Sinaí, sin poder conciliar el sueño. La jornada había sido intensa, como todas las transcurridas aquí, a los pies del monte donde Moisés recibió las Tablas de la Ley. Por aquel entonces estaba yo muy interesado en la ortodoxia, la versión oriental del cristianismo, y me pasaba el día platicando con alguno de los monjes que allí se habían retirado, o con alguno de los extraños peregrinos que acudían al milenario enclave. El caso es que aquella noche no lograba conciliar el sueño; acabé por levantarme sin hacer ruido para no despertar a mis compañeros de habitación en la hospedería que la propia comunidad greco-ortodoxa regentaba junto al histórico refugio. Salí al exterior con la manta envuelta para guarecerme del frío ambiente reinante. El viento se había levantado con brío, agitando con cierta violencia los cipreses y olivos que ornamentaban los alrededores del recinto amurallado. Por aquel entonces la luz eléctrica aún no había llegado hasta el Sinaí, y la visión del cielo nocturno era todo el espectáculo que uno espera del desierto. Llevaba una linterna pero no la encendí. Las estrellas brillaban tan nítidas que pareciera que uno pudiera contarlas, si se lo proponía. El monasterio, construido en el siglo IV, lucía imponente, con sus murallas de más de diez metros que lo hicieron inexpugnable a lo largo de la Historia. Deambulé por los jardines adyacentes sin rumbo fijo, cagaete como siempre que me encuentro sólo en la oscuridad. Qué yo ya sé porqué…
El caso es que de repente comenzaron a manifestarse extraños efectos lumínicos en mis retinas, destellos leves e intermitentes, que fueron in crescendo hasta rodearme por momentos. Me sobresalté, como es lógico, y se dispararon mis cinco sentidos hasta convertirse en diez: me quedé inmóvil, con el cuello estirado y la vista cubriendo los 360 grados de mi alrededor. Se me abrieron los auriculares internos hasta escuchar el fragor de cada hoja de olivo vibrando con el viento. No entendía qué extraño proceso producía aquellos reflejos y mi conciencia estaba a punto de colapsarse. Estaba totalmente acojonado pues, a pesar de tener una mente bastante analítica producto de una educación francesa que me blinda ante muchas tonterías, aquello no tenía explicación. Los destellos, más leves que un flash fotográfico, iban rodeándome e iluminando al azar árboles, trozos del muro, rocas, hasta acabar bañando la montaña de Moisés, a cuyos pies se alza el monasterio.
Aquello era un festival. Yo temblando de frío y estupor, acabé por descojonarme. Estaba de los nervios pero me resistía a marcharme, y opté por una risita estúpida que me mantuvo con los pies en la tierra. Entonces las ví.
Tres luces bien nítidas se desplazaban horizontalmente a través de una línea imaginaria a media montaña, centelleando. Imposible –pensé. Resonó en mi interior al instante un mantra que nuestro profesor de matemáticas se había encargado de esculpir durante años: “Imposible n’est pas français!” . Fransé o non fransé te digo yo que esto no es humano, pensé yo, o alguien en mi interior. Lo cierto es que cualquiera que conociera un mínimo la susodicha y santa montaña estaría conmigo en que era absurdo pensar en que alguien pudiera estar desplazándose a través de una orografía que solo pueden hollar las cabras, siguiendo una línea totalmente rectilínea y a una velocidad constante en plena noche. Pasaron por mi mente todos los típicos comentarios sobre ovnis en lugares sagrados, pero tengo por suerte no creer en los extraterrestres de otros planetas sino más bien en los extraterrestres de este planeta, es decir, seres o entidades sin cuerpo físico (tierra) pero tan reales como nosotros. De hecho pensé en ángeles o seres de luz, por llamarlos de alguna manera, y esa fue la explicación más racional que obtuve para poder no sólo permanecer allí, sino comenzar a dirigirme hacia las luces de la montaña.
Debo ya de empezar a advertir que, aunque pareciera que yo iba decidido, por dentro estaba bastante aterrado. La soledad, la aridez del enclave, la violencia del viento, la noche… todos los factores conjurados para un mal final. No me apetecía nada una abducción con aquel frío, la verdad. Pero no hay nada peor que lo que no se hace, me dije, y finalmente me detuve en el extremo del último muro que separa el monasterio del inhóspito desierto que lo rodea. Las tres luces seguían su pausado trayecto atravesando la gigantesca e informe mole de piedra. Se me ocurrió que podría hacerles señales con mi linterna, como en Encuentros en la tercera fase, pero de ese modo delataría mi posición, y quizás acabase metiéndome en problemas. Por fin, armándome de un valor que no era mío, accioné la linterna tres veces, repitiendo la pauta que seguían los destellos a trescientos metros delante de mí. De repente, nada más hube apagado la linterna, y en aquel estado de extrema expectación en el que me encontraba, sufro un shock vibracional de primera magnitud que lanza mi cuerpo a cincuenta metros de allí y me encuentro corriendo como un poseso hacia la hospedería, antes de que mi mente pueda procesar que aquél estruendo no era sino la campana del monasterio que estaba tras de mí, y que en ese momento tocaba a maitines. Corro partiéndome de risa y de miedo del susto que me acabo de llevar, hasta llegar frente a mi cuarto, donde me detengo con el corazón todavía a mil por hora. Temo hasta que me dé un ataque y me cuesta reponerme entre risas y tembleques. Tengo pipí de tan excitado que estoy, pero no quiero ir hasta el lavabo y decido mear en el jardincito de entrada al cuarto. La cabeza aún me va a mil por la multitud de experiencias y emociones vividas. El aire sigue eléctrico y tengo aún muchas preguntas sin respuesta cuando, sin avisar, se materializa una luz intensa frente a la cara a unos dos o tres metros. Pego un grito y me agacho instintivamente, meándome encima y por todas partes sin entender qué coño está pasando, joder ya con las putas lucecitas. La luz se va acercando y yo me quedo petrificado y orinado, hasta que suena una voz que surge de la luminiscencia: ¿What the fucking are you doing, men? I´m trying to sleep. Es mi compañero de cuarto, que ha acabado por salir ante mis idas y venidas y me está enfocando con su linterna. No creo que se imagine, viéndome allí tirado y empapado de pis, con el pantalón medio bajado, que acabo de tener una experiencia mística. Puto libre albedrío. Prometo mirar más el culo de las chicas al pasar, la próxima vez.

martes, 31 de marzo de 2009

Allegro mà non troppo (ejercicio estilística)















Recuerdo que mi primer LP fue un doble en directo de la banda Deep Purple que me regaló mi madre a los 15 años: “Made in Japan”. Por aquel entonces la música era para mí un ritual de iniciación, casi de liberación. Sacar un vinilo de su funda y disponerlo sobre el plato; darle al “on” del tocadiscos y situar la aguja en el primer surco para tener tiempo de ir a estirarte antes de que sonase el primer acorde… era algo cercano a la droga. A los 18 disponía ya de una buena colección del “Popular 1” y de “Vibraciones”, las dos revistas de música del país, y alardeaba de conocerme el nombre de todos los componentes de todos los grupos del momento. Incluso aprendí a tocar la guitarra para formar un grupo que no prosperó.

Hoy en día he de confesar que a penas escucho música. Tengo algunos mp3 en el portátil, pero más para utilizarlos en los vídeos que para otra cosa. Y es que hace tiempo que me di cuenta de que la música me distrae en exceso; no puedo leer, ni estudiar, editar ni concentrarme con ella. Puedo escuchar dos o tres canciones seguidas, si, pero luego no recuerdo más y me distraigo: se convierte entonces en un rumor, un sonido de fondo que transforma cualquier escena en ficción, en publicidad. Por eso nunca he soportado la radio, refugio de los que no tienen nada en que pensar; ni comer con la tele o la cadena puesta. Siento que me altera la digestión. En cambio me encanta tocar la guitarra, y nunca pierdo ocasión de improvisar cuando me cruzo con otros músicos. Será que disfruto más haciéndola que consumiéndola.

Un buen lugar para escuchar música es el coche: ahí si que no me importa, e incluso disfruto con ella. Tengo casetes de Bob Marley, de Um Kalthoum y de grupos de Malí. La música de Malí es la mejor; es increíble como un país tan extremadamente mísero como éste puede generar tal capacidad creativa y expresiva. Me encanta la música de Malí, y en especial el sonido de la Cora, el instrumento de los trobadores (en Africa son casi deidades) tradicionales, compuesto por una calabaza y multitud de cuerda hechas con tripas de cabra, supongo.

Recientemente he descubierto el Poisoned, un programa para descargar música en la red. Me he bajado música de la que escuchaba en mi juventud: Patti Smith, Lou Reed, Bowie y los Stones. Debe ser la crisis (la mía propia) de los 40, que se me ha retrasado unos años…. A veces, por las mañanas sobretodo, me fuerzo a escucharla para entrar en sintonía con lo que me rodea (el asfalto en esta fase de mi vida). Rock y asfalto van de la mano. Y también la enfermedad, como atestiguan los experimentos realizados con agua y música por el Doctor Masaru Emoto.

La verdad es que me gusta todo. Bach, Ornella Vanoni, Chabuca Granda, Leonard Cohen, Alicia Keys, Eric Satie, la música afro-peruana, la mala Rodríguez, Frank Sinatra, el tango, Miss Dynamite… y si tuviera que escoger un solo disco para llevar a una isla desierta me costaría mucho decidirme. Mejor me llevaba una armónica.

martes, 3 de marzo de 2009

Clarea (ejercicio de narrativa)

Tema: Los Celos.
El despertar/vestirse a oscuras/un ruido/1er líquido en el cuerpo/un gesto ante el espejo.


“Clarea. Lo sé porque a pesar de los gruesos muros que me aprisionan, desde el exterior se cuelan algunos silbidos intermitentes. Con el tiempo he logrado identificarlos como trinos de pajarillos alegrándose con el despertar del día.

No he querido abrir los ojos. He soñado con Bea e intento retener su imagen en mis retinas. Busco a tientas la camisa y los pantalones, apretando bien los párpados sobre su última imagen, sobre ese cuerpo colorido y abrupto que tantas veces he coronado y que últimamente me evitaba. Y recuerdo, mientras me enfundo pantalones y calcetines, el contorno de sus tobillos, de sus muslos, el pliegue de sus rodillas. Me duele el cuerpo y cada gesto al vestirme descubre un nuevo músculo magullado por la estrechez del escondrijo. Cabrones. Ni dormir estirado puedo.

Suena un pitido y tiembla el mundo. Abro los ojos instintivamente. Parece mentira que después de tantos meses aun no me haya acostumbrado a este Apocalipsis diario. Me vibra el cuerpo entero, pulmones, cráneo, huesos, dientes… hasta los poderosos muros de mi habitáculo se estremecen bajo los decibelios del generador que tengo encima, no fuera que me diera por gritar. Se enciende la bombilla.

Casi trescientas rayitas decoran ya las paredes de mi funesto escondite, trescientas noches sin ella. ¿Habrá podido esperarme? Solo llevábamos 2 meses saliendo juntos, exactamente 47 días. Los he recordado todos durante mi doloroso cautiverio. De hecho creo que podría perdonarles todo, el miedo, la incertidumbre, el insomnio de las primeras semanas, esa vibración inhumana y hasta la estrechez del agujero. Pero nunca que me hayan alejado de ella. ¿Y si no ha sabido esperarme? Y si a buscado consuelo en abrazos ajenos? Quizás ni sepa que sigo vivo, quizás hace tiempo que tiró la toalla. Además Bea es un animal sexual. No sabe vivir sin ello, de eso puedo dar fe. Fueron solo dos meses, pero lo debimos de hacer doscientas veces. Nunca parecía satisfecha. Jamás me había encontrado alguien así. ¿Y si no me ha esperado? ¿Con quién estará? ¿Habrá vuelto con aquel desgraciado de Lucio?

Bajo la trampilla ha aparecido la bandeja con el desayuno. No he oído como la dejaban. El olor a café intenta invadir sin éxito el enrarecido ambiente que se respira aquí abajo. Tomo la taza entre las manos para sentir el único calor de otra mañana enterrada. Hace tiempo que me duelen las articulaciones de los huesos de las manos. Sorbo a sorbo consigo serenarme y volver a sentirme humano. El café es mi única oración, y mientras baja por la garganta siento que se humedece ese desierto de sensaciones en el que estoy sepultado. Al tragar se despejan los oídos embotados durante la noche y el sonido chirriante del motor se hace aún más presente, más agudo. Busco entre los bolsillos un par de trozos de ropa que utilizo como tapones. El recuerdo de Bea me había mantenido aislado de esta barbarie.
¿Dónde estará ahora? Habrá llegado a la oficina seguramente, con esa minifalda roja que yo le prohibía llevar. “Es una invitación a la violación”, le prevenía. Y ella se reía de mis temores con un “pues vióleme de una vez, que ya está tardando!” Y es que Bea es mucha Bea. Engullo el panecillo mientras recuerdo nuestra última noche juntos, nuestro último abrazo en la escalera, junto al portal, la última mirada cuando se alejaba por el callejón. Qué no daría por verla un rato más, por tener una de esas bolas mágicas para vigilarla durante las noches…

Al apartar la bandeja advierto que bajo el plato me han dejado un pequeño espejo del tamaño de una postal. Hace por lo menos 2 meses que se lo pedí, gritando a través de la trampilla antes de que encendieran el tormentoso aparato. Lo tomo con inquietud y lo acerco frente a mis ojos para descubrir horrorizado que no soy yo el que está aquí, que es otro el que dibuja una desgarradora mueca sobre su brillante superficie. Esta postal de mal gusto ha de ser una broma macabra, otra forma de tortura. Durante unos instantes sostengo esa mirada ajena que me observa tras una máscara mortecina. Acabo lanzando el espejo contra los muros pero no se hace añicos Debe de ser de algún tipo de plástico. Sonrío pensando en que han debido creer que hubiera podido.... Estúpidos, no saben que mi fuerza no está aquí, que mi vida no permanece aquí abajo, sino junto a ella, entre sus brazos, entre sus pechos… Bea…¿Dónde estarás ahora? ¿Estarás en la oficina, pensando en mí como yo lo hago? Claro que sí. Lo nuestro es de verdad, es para siempre. Acaso no estás tú ahí, cada mañana, saludándome entre los trinos y diciéndome que te espere?

jueves, 26 de febrero de 2009

Jubilarse a los 48 (artículo de opinión)

He de reconocer desde un principio que carezco de una visión subjetiva en lo que a jubilaciones se refiere, puesto que no he pegado un sello en vida y mi currículo laboral más parece un haiku. Pero creo que es necesario cierto distanciamiento y ecuanimidad cuando abordamos cualquier asunto que tenga que ver con la religión.

Si, la religión. Adoramos trabajar, nos encanta estar ocupados, producir, ejercer, construir, diseñar. Nuestra civilización está basada en esa actividad frenética y depredadora que rige la lógica capitalista: cuánto más, mejor. Además, el laboro está bendecido en las Sagradas Escrituras. Trabaja o revienta. El trabajo es así para el humano un bien sagrado, divino, como si poseerlo nos hiciera estar en comunión. Porque, ¡ay, cuando no lo tenemos o lo perdemos!, lo buscamos entonces cual Santo Grial, avergonzados en la filas del INEM, nuestro original purgatorio. ¿Acaso no llamamos chupópteros a todos aquéllos que, escogiendo una vida ociosa, contrarían su naturaleza trabajadora, violentando la Ley del Mercado, y enflaqueciendo el sacrosanto PIB?

Y es que dicen que el trabajo dignifica, que es un derecho. Sin embargo, ¿cuál debe de ser el porcentaje de trabajadores que, con la ilusión de ejercer ese derecho, acaban desempeñando labores que nada tienen que ver con sus aptitudes, inclinaciones, gustos o intereses? Personas que dedican sus horas a realizar gestos mecánicos, o peor aún, labores injustas y actos reprobables encargados por terceros; hechos con los que no se identifican y que les obligan a apagar su conciencia para sobrevivir con un mínimo de coherencia interna, la mayor parte de las horas de la mayor parte de los días de la mayor parte de su vida. Para todos ellos, esclavos de la Matriz imperante, ¿no cabría suponer que una jubilación anticipada habría de sentar como una liberación espiritual, un gozo sin límite ante la nueva oportunidad de volver a vivir en libertad que te brinda la vida? Pues hete aquí que tampoco es así, sino que a menudo, el sentimiento de vacío y culpabilidad que arrastra la inacción conlleva el peligro real de caer en una depresión, o en estados de angustia vitales que socaven nuestro calidad de vida. No sabemos estar sin hacer nada.

¿Cómo se llega a ello? Ya desde muy pequeños nos acostumbran a horarios y tareas que violentan nuestras más naturales tendencias. Nos adiestran en el momento en que somos más influenciables a acatar relaciones de poder y esquemas mentales que solo tienen como objetivo prepararnos para engrosar las filas de un mercado laboral acallado y obediente. El plan Bolonia ya empieza en la primaria: el mal estudiante es sinónimo de vago, y ese es un mantra difícil de borrar en un cerebelo tierno. Mal lo tenemos si queremos imaginar que otro mundo es posible. Un mundo en el que solo tuviéramos que estirar la mano para comer… ¿Les suena? No sé, quizás es que prefiero los paraísos artificiales a los fiscales, pero a mí todo me suena a disparate.

¿Jubilarse a los 48? ¡Pero si a ésa edad casi es cuando deberíamos de empezar a trabajar! Si recién con los cuarenta sabemos quiénes somos, que es lo que nos gusta y qué lo que sabemos hacer bien… Además, ya han crecido los niños y no podemos dedicar en cuerpo y alma a lo que de verdad nos interesa, sin importarnos horarios ni convenios. ¡Anda que no subiría el dichoso PIB con legiones de trabajadores felices!

La crisis (editorial)

¿Cuál es la causa de la crisis financiera actual?

Naomi Klein, en su reciente ensayo “La doctrina del shock”, describe varias de las pistas que habrían de servirnos para encontrar la respuesta. En el libro se relata la metódica implantación de las directrices económicas diseñadas e impartidas por Milton Friedman y la llamada “escuela de Chicago”, y que podrían resumirse en su conocido mantra: “el estado es el problema”. La ley del mercado exige al mercado como único rey. El mercado como autorregulador del sistema financiero globalizado y la no-intervención de las instituciones en su control son la pauta a seguir si deseamos un mundo equilibrado. Pero como dichas políticas auguran fuertes desarreglos en un principio (hay que resetear todo el sistema nada menos), solo pueden ser implantadas sin contestación en estados con problemas, países en estado de shock (como ha sido el caso en varios países del cono sur durante las dictaduras y tras los golpes de estado o las catástrofes naturales, y finalmente en casi todo el mundo occidental tras el 11S) . Cómo ha sido posible el triunfo de las políticas ultraliberales y su implantación –a menudo imposición- en la mayoría de los estados conocidos es lo que denuncia el libro: el estado de shock-contínuo en el que vivimos tiene un origen y un diseño, y uno de sus objetivos es precisamente ése, dejar al personal en constante perplejidad para conseguir una falta de reacción ante medidas y políticas económicas salvajes.

Porque salvaje es, como denuncia Ignasi Ramonet, del Monde Diplomatique, que se haya conseguido llegar a mover una cantidad de riqueza seis veces mayor que toda la riqueza real del planeta. ¿De donde sacaremos ahora los 5 planetas que nos faltan? No me extraña que se piense en colonizar Marte y en volver a la Luna. Lo que me extraña es que no se haya empezado a hablar de colonizar los satélites de Júpiter.

No deja de ser curioso por otra parte que ante este nuevo Apocalipsis ya se hayan apresurado a reconocer los cadáveres de la dos primeras víctimas definidas, y que son precisamente las dos en las que debería recaer toda la ayuda de que disponen los estados para equilibrar el maltrecho planeta: por una parte el cuidado del medioambiente, y por otra la ayuda al desarrollo. O sea que ésas dos áreas fundamentales de nuestro futuro, que por fin eran aceptadas como objetivos prioritarios por la mayoría de los países bienpudientes tras años de batalla, pasan de repente al principio del juego como por arte de magia. No sé, eso de que siempre pierdan los mismos ya nos tendría que empezar a extrañar. No olvidemos que todo el dinero reservado para dichas áreas servirá para refinanciar a las financieras, y todo ello en defensa de “nuestro estilo de vida”. Perdonen si no me levanto, pero es que es precisamente ése el problema. El creer que siempre podremos salvar los muebles, y confiar en que nuestros gobernantes lo resolverán.

No, tal como Arcadi Oliveras (Intermón-Oxfam) denuncia, la crisis no es financiera, sino estructural, alimentaria y energética. Y creo que los tiros van más bien por ahí, nunca por lo que nos cuentan en grandes titulares. ¿Hemos sobrepasado el pico del petróleo, el pico de la producción alimentaria, el punto de no retorno en el ecocidio al que sometemos a la naturaleza? Esos son los temas que deberían preocuparnos. No ya si las bolsas tienen futuro, sino si hay de verdad un futuro que pueda llamarse así. Las prácticas ultraliberales ya han dejado huellas indelebles de sus desvaríos en el panorama económico internacional. Es obvio que a partir de ahora el mundo de las financieras será muy distinto. Habrán regulaciones y controles estrictos durante unos años. Y más crisis. Pero las verdaderas directrices seguirán en manos de unos pocos, casi los mismos, a no ser que se renueven las instituciones internacionales en su totalidad (empezando por la ONU, OMC, BM, FMI, ,…). ¿Seremos capaces de exigir que así sea?

El guisante (artículo de opinión)




La controvertida emisión, en la cadena de televisión inglesa Sky Real Lives, de un documental en el que se mostraba detalladamente el proceso de un suicidio asistido ha cosechado lo que perseguía: fomentar el intercambio de pareceres y opiniones ante una práctica que, aunque relativamente oculta, suele ejercerse en algunos países europeos sin excesivos problemas desde hace un tiempo.

A favor (de la emisión) están aquellos que invocan la necesidad de regular y permitir esta práctica clínica de una vez por todas, definiéndola como una opción personal, algo así como el derecho que tiene cualquiera a acabar con esto que, por mucho que nos quejemos, es la vida. En contra, las voces no solo de aquellos que critican la eutanasia por ser un acto homicida con premeditación y un suicidio asistido -ambas medidas contrarias a sus creencias-, sino también las de los que no ven con buenos ojos la publicidad de un momento tan íntimo como el de la muerte, por entender que puede incitar actitudes morbosas.

El voyeurismo –y no solo el televisivo- se ha generalizado hasta el punto de que es fácil hoy en día ver como se drogan algunos, como follan otros, y ahora como se mueren. Nos metemos en las vidas de los demás a través de los reality: sus grandezas, sus pasiones, sus bajezas, como se duchan, como se insultan, se utilizan, se destrozan, se aman, todo al descubierto y a todas horas. Damos cobertura a los videos de los terroristas cometiendo atentados, o a sus videos testamentarios antes de la auto inmolación, publicitando el terror de aquel que no solo va a acabar con la vida de otras personas, sino que se cree obligado a ello y te lo explica. Y ahora nos vamos a acobardar por el supuesto efecto del documental de un buen hombre que cree que nadie tiene derecho a sufrir lo que él está sufriendo, y sacrifica su intimidad como denuncia para facilitar a otros un camino –la eutanasia- que suele convertirse en calvario por la legalidad vigente.

Ya todo lo que ocurre a lo largo de nuestra vida lo hemos vivido y experimentado en el cine. El terror, el miedo, la compasión, el amor, la alegría. Pero por mucho que la repetición de crímenes y muertes en nuestras retinas hayan banalizando nuestro concepto de la muerte, siempre nos encontramos desnudos cuando nos llega - o a alguien muy cercano - la Hora. Pocos son los que están preparados en el momento de último adiós, aceptando su destino con serenidad, como la de aquélla vieja esquimal, que se entregaba a los osos cuando se sentía morir, para que su espíritu retornara algún día a los suyos al cazar y comerse a su asesino. Recordemos –siempre va bien- que casi un 90% de la población humana cree en qué hay algo después de la muerte, o sea que tiene significado, aunque desde una perspectiva urbana y post moderna como desde la que nos encontramos, tales ideas nos parezcan, cuando menos, peregrinas.


Nuestra sociedad, inmersa en una civilización que bien pudiera ser tildada de adolescente por sus continuos desvaríos, le ha dado la espalda a la muerte. Creemos que tenemos la vida por delante, ¿para qué preocuparnos por la muerte? Y es que la muerte no acaba de estar nunca de moda, no es un bien de consumo, aunque sea de un solo uso. La muerte huele a caca, y eso es difícil de vender, por lo que solemos ocultarla de la luz, y le atribuimos el color negro y las gafas de sol. Y sin embargo, la muerte (tanathos) es junto a su antagonista, el amor (a-mor, lo que no muere), el único tema interesante en la epopeya humana; con ella embadurnamos novelas y películas, canciones y esculturas, cualquier obra que posea algo de chispa.

La pregunta es: ¿Podemos elegir el momento de nuestra muerte, si no elegimos el de nuestro nacimiento? O, dicho de otra manera, ¿es nuestra nuestra existencia? Nos ha sido dada, no la hemos comprado, aunque paguemos con la vida su alquiler; pero nadie parece dudar de que es lo único que de verdad tenemos. En una época en la que se nos contagia el virus capitalista desde muy temprano, la vida es también una posesión, un bien, y tiene dueño. De hecho, la vida hasta tiene un precio, que varía entre 300 mil euros y un plato de lentejas, dependiendo de la latitud en la que nos encontremos. Por ello decimos “quitar la vida” o “perdonar la vida”, como si fuera algo diferente de nosotros mismos, algo tangible.

Hace unos años, una terrible noticia amaneció en algunos medios de comunicación y se mantuvo el tiempo que tardamos en digerir el brioche, para reintegrarse rauda en el inconsciente informativo, que es algo así como el limbo de las noticias terribles: nadie sabe donde están, pero su recuerdo no deja de resonar y acude cuando lo solicitamos. La noticia era la decisión de algunas etnias aborígenes australianas de no tener más hijos, de no tener descendencia, y la razón esgrimida fue que este mundo actual no vale la pena conocerlo, ni ayudar a que se prolongue ni una vida más. A día de hoy, la misma decisión ha sido tomada por diferentes tribus a lo largo del planeta. No creo que pueda haber noticia más desgarradora, y sin embargo allá quedó, apartada como otras. El suicidio colectivo no como fruto de las coacciones de algún iluminado, profeta del Apocalipsis now, sino como respuesta meditada y serena de toda una raza ante el expolio y reiterada violación a la que se ve expuesta su –nuestra- Madre Tierra. No oí entonces a nadie escandalizarse ante semejante holocausto, pero sigo escuchando el eco de la que se montó ante suicidios colectivos de grupos religiosos sectarios occidentales, por ejemplo, o ante el citado documental, que propiciaron ríos de tinta en todos los medios de comunicación. No creo que, si hemos sido capaces de digerir semejante banquete, nos vaya a sentar mal la cena por un guisante más.

El conflicto (artículo de opinión)

Durante unos años estuve muy relacionado con una tribu de beduinos al pie del Monte Moisés, en el Sinaí. Fue allí, en el único territorio al que los israelitas pueden acceder por tierra, cuando empecé a conocerlos de verdad. Llegaban en familia, ruidosos y alegres, y se mostraban de lo más cercano a los beduinos. Yo nunca había presenciado algo así, tras vivir y recorrer casi todo Oriente Medio: árabes congeniando con hebreos. Intrigado, le pregunté a mis amigos el porqué de ese hermanamiento. Al parecer, durante los años en los que los israelitas permanecieron ocupando el Sinaí, tras la guerra del Yom Kipur, los beduinos se sintieron tratados como personas por primera vez –los beduinos comparten los mismos estigmas que nuestros gitanos- en su reciente historia. Los invasores respetaron sus posesiones, les pagaron sueldos justos por sus trabajos, les facilitaron estudios, asistencia sanitaria gratuita y, cosa nunca vista hasta entonces ni tampoco después, incluso les trasladaron en helicóptero a hospitales de TelAviv cuando fue necesario… ¿Cómo no recordar ésos tiempos con añoranza y gratitud?

En otra ocasión me encontré atravesando Gaza para coger un ferry desde un puerto israelí. La imagen de la alambrada que separaba territorio palestino del israelí se me ha quedado grabada para siempre: tras horas y dos mil kilómetros de puto desierto surgía ante mis ojos una alfombra de un césped impecable que se perdía hasta el horizonte. Cortado con tiralíneas. Desde el googlemaps debe de ser espectacular. El paraíso comienza a un palmo del infierno. Y en medio, claro, el control de aduanas más endiablado que te puede caer; ríete de los americanos. Esto sí que es la América de verdad: vaqueros que viven rodeados de indios, una democracia injertada en la yugular del eje del mal. De aquí surge toda la tecnología punta, lo más mejor, lo último en sofisticaciones tecnomilitares y métodos de guerra. Porque aquí lo necesitan para sobrevivir cada día, no por si acaso, o para dar miedo… Como era de esperar, los judíos israelitas que conocí eran gente normal y de procedencias de lo más dispares, pero cuyo rasgo en común, aparte de su ascendecia racial, es que estaban hasta las pelotas de que TODAS las familias que conocían hubiesen sufrido al menos un ataque por parte de un árabe. La mayoría de veces una puñalaá por la espalda… Hombre, eso de caminar siempre por las calles con la cabeza mirando hacia atrás debe de ser bastante estresante.

Años después, mientras paseaba por Jerusalém, asistí a lo debía de ser el rito diario de iniciación de muchos de los jóvenes locales - y aquí hablo de los de ambos bandos. Estaba en la zona árabe de la ciudad antigua, que en ese momento parecía atestada por alguna manifestación (por cierto, que aquélla manifestación no hubiera sido permitida en ninguno de los demás países de la zona, todos ellos dictaduras manifiestas). El caso es que enseguida pasó un coche militar israelita, con su patrulla de soldados mixta empuñando sus automáticas, para dispersar a la muchedumbre. La masa los abuchereó con los puños en alto, y un chaval frente a mí les lanzó una lata vacía -con la mala fortuna de que impactó en un costado del vehículo y que uno de ellos estaba mirando. Oye tú, en menos de diez segundos un par de vehículos militares bloquearon a la gente y 4 soldados jovencísimos se bajaron y desplegaron veloces, dirigiéndose al chaval que se había quedado clavado delante mío. ¡Se lo llevaron antes incluso de que pudiera echarse a llorar! Imaginad el sentimiento de impotencia de las 400 personas que presenciaron la escena: medio millar de enfurecidos árabes achantados por una docena de veinteañeros que parecen salidos de un videojuego de guerra ¡y encima la mayoría eran chicas!

¿Me dan derecho estas tres estampas a formarme una opinión? Por lo menos me han brindado la oportunidad de escapar a la tentación de intentar encontrar un motivo o peor, una solución, a algo tan aberrante e irracional como es una guerra.

Ladrones de verbos (ejercicio)

Y digo susurro, y ellos se quedan petrificados, con los ojos abiertos como faros, maravillados, y dicen qué y se miran y me miran, y dejan de pegarme por primera vez desde hace días, claro, por fin he comprendido que eso era lo que querían, que yo diga algo, mis palabras, que yo me de por vencido y les entregue mis palabras, las que tú me enseñaste, y comprendo, consigo juntar dos neuronas y me oigo decir susurro otra vez, porque no aguanto más, lo siento, no aguanto más, el metal de las correas clavándose en las muñecas y en los tobillos, el nauseabundo olor a orín y heces… se pierde todo raciocinio cuando se dejan de sentir los golpes, tras las veinte primeras patadas en la cabeza, y el electrodo en los machos, susurro, repito, y al decirlo es como si un dique se reventase, y sin que ya yo lo domine surgen las demás, roce, espuma, orilla, risa, invitándome como peldaños de una escalera, y subo, lo que dura un instante, un fugaz parpadeo, hasta la mañana que nos conocimos, y, entonces,

susurro tu voz, que permanece como el roce de la espuma sobre una orilla, y tu risa que contagia, etérea como un beso de luz. Te estremeciste de rubor -como las alas de una mariposa- ante aquélla caricia, suave y bella, y después, después la plenitud de una paz que aún en el recuerdo es una fiesta, música de seda, cálida como una fruta madura que nunca ha de caer. Olas, olas que flotan de mi fuente a tu boca, y cerezas como cuerpo desnudos, con los ojos cerrados como si fuera un baño…
Y juegas. Juegas a correr y saltar, hasta que el sol te abraza en su compartir y amas, de tu infancia, los sueños y el olvido. Y de aquella párvula placidez, azul celeste, los colores del bienestar, una vida sin preguntas y sin peros


pero ya volvieron los peros y los palos, los correazos, los cortes en la cara, un charco de sangre, y la corriente que te retuerce por dentro, como si la electricidad corriera por tus venas, como si cada átomo de tu cuerpo quisiera liberarse, y encima sus risas… se ríen, aúllan, gruñen, chillan mientras me siguen pegando, por rojo, maricón, cobarde, pero sobre todo por poeta, y escupen sobre mis palabras, sobre los únicos secretos que aún poseo y que ellos desconocen, ávidos de escucharlas de nuevo y de llevárselas consigo, ladrones de verbos, de nombres y adjetivos, qué haréis con ellos, qué haréis con ellos si no sabéis lo que significan, ni sabréis pronunciarlas, de qué os servirán en vuestro siglo de tinieblas y silencios…

El muro. (cuento corto)

Nadie recuerda exactamente cuándo empezó aquello ni, sobretodo, cuáles debieron ser las circunstancias que llevaron a don Julio, un hombre corpulento pero entrado ya en años y vecino de la barriada Virgen de Loreto, a empecinarse en una obra de tal envergadura. Al principio, en alguna reunión con los padres de los niños a los que yo daba clase, algún vecino me aventuraba que seguramente el viejo lo hiciera hastiado por las innumerables ocasiones en las que los animales arrasaban el amplio y desordenado huerto que tenía detrás de la chabola, y del que prácticamente vivía. A nadie le extrañó pues, en un primer momento que Don Julio, que ya había levantado anteriormente un par de cercados –el primero con cañas, el segundo de alambre y el tercero con chapas metálicas recogidas en alguna obra cercana-, se empecinase en salvaguardar las pocas posesiones de las que disponía del ataque de las bestias y de los gamberros. Pero lo que ha todos impresionó por igual fue el hecho de que en ésta ocasión, y sin que hubiera ningún precedente en la barriada, el pobre hombre se embarcara en la colosal y ardua tarea de erigir un muro de piedra que delimitase la totalidad de su parcela, unos 200 metros en línea recta. Muchos fuimos los que intentamos que se echara atrás al comprender que aquel ancho surco que había ido cavando alrededor de su terreno durante unas semanas no iba a ser un foso, ni un canal de agua para mantener a raya a los topos, ratones, conejos y toda suerte de predadores que a buen seguro lo atormentaban, sino el espacio que iba a ocupar el cimiento del muro.

“Imposible! Se ha vuelto loco! Se va a matar!” le gritaban algunos, cuando se cruzaban por allí al ver cómo trabajaba, echándose las manos a la cabeza antes de escabullirse por si el hombre les requería ayuda. Pero no, Don Julio no la pidió nunca porque nunca había pedido nada, y se las había arreglado muy bien viviendo sólo desde que le abandonaran mujer e hija hacía ya muchos años, cuando todos los de las chabolas vecinas aseguraban que se marcharía, que no aguantaría. La verdad es que siempre había sido hombre bastante reservado, de pocas palabras según me contaron los más viejos, aunque celoso hasta la locura, y eso era lo que lo había perdido.

Se pasaba las jornadas acarreando las piedras de un lado a otro hasta tenerlas distribuidas a lo largo del perímetro surcado, ayudado por una carretilla de madera que él mismo se había construido con cuatro tablones y una rueda de un remolque. Material para la obra nunca le faltó, pues eran numerosos los muros caídos de piedra que delimitaban en un pasado los campos y terrazas de la colina sobre la que se asentaba el barrio. Yo solía cruzar por ahí camino del colegio para no tener que cruzar la vaguada. Una vez le ofrecí unos guantes al ver los numeroso cortes y desgarros que las piedras y los milpiés inflingían a sus manos, y otro vecino unas botas viejas para protegerse las extremidades, pero él los rechazó agradeciendo escuetamente la intención sin dejar siquiera de trabajar, para no dar pie a insistencias. Pronto se le quemaron brazos y espalda, y la punta de su afilada nariz bajo el sombrero de paja que siempre llevaba.

Empezaba al despuntar el alba, y más tarde, cuando al fin llegó el verano con sus largos días y sus mañanas templadas, incluso antes. Hasta los gallos debían de sorprenderse al verse despertados por aquel pobre hombre, extremeño creo, y doblado ya por la vida, afanándose en la oscuridad en conseguir que las piedras encajaran unas con otras y rellenando los huecos con la tierra arcillosa del lugar. Al cabo de bastante tiempo, al llegar el muro a cierta altura, tuvo que improvisar una suerte de andamios que lo alzaran y que él iba desplazando a lo largo de la construcción. Paraba cuando el sol estaba en lo más alto para comer cualquier cosa que arañaba del huerto o del corral, y después continuaba hasta bien entrada la tarde, cuando se retiraba para regar o a ocuparse de algún sembrado. El domingo también trabajaba, a pesar de los insultos que se llevaba del padre Guzmán y de sus promesas de castigo eternos por violar la Ley del Señor, aunque supongo que a Don Julio le importaban un comino ésas amenazas, pues nadie recordaba haberlo visto nunca por la iglesia, ni siquiera con ocasión de algún entierro, ni era hombre que recordara a Dios ni para blasfemar cuando alguna roca resbalaba hasta sus castigados pies.

El caso es que, al llegar el siguiente invierno, alguien reparó en que el muro ya casi rebasaba la altura de un hombre, y todos nos sorprendimos por igual. Habituados ya desde hacía meses al paulatino pero indefinido avance de la titánica obra, no nos habíamos percatado de su desproporcionada alzada. Inmutable ante los requerimientos de los vecinos, Don Julio solo contestaba “aún falta un poquito más” y ya nadie le sacaba más que una ladeada sonrisa. Y en cuanto cerró mediante una pesada puerta reciclada la única abertura que había dejado en el muro, ya sólo se le podía ver desde el exterior si lo encontrabas subido al andamio o sobre el muro, encajando las piedras. Por aquel entonces a nadie le interesaba ya qué misterioso motivo puede llevar a una persona con su edad a plantearse una excentricidad como esa, y eran más los que se burlaban o le gritaban loco que los que quedaban mirando la obra.

Hasta que, pasados varios meses, un niño, vecino del terreno donde vivía Don Julio, lo comentó al llegar un lunes al colegio: allí no se oye ni se ve nada desde hace unos días. Al acabar las clases, fuimos muchos los que nos acercamos asombrados por la noticia, e incluso hubo quien pensó en que quizás le hubiera ocurrido algo al viejo. Como la puerta estaba cerrada no hubo manera de entrar y nadie contestaba a nuestros llamados. Tras contornear el perímetro de la alta muralla de piedra (la “Gran Muralla” como la llamábamos irónicamente) comprobamos que era verdad, que finalmente ya estaba acabada. Y lo que parecía era el exterior de una prisión. Y de eso estábamos platicando cuando, cosa insólita en aquella barriada miserable, apareció un taxi y de él se bajó Don Julio muy acicalado, con su mejor traje y aquélla media sonrisa forzada, la mirada baja y el sombrero en la mano para no tener que saludar a nadie -supusimos, pues era evidente su asombro y desagrado ante la abultada afluencia de vecinos alrededor de su puerta. De su brazo iba una india, pequeña pero muy agraciada, con un improvisado ramo de novia en la mano y que nos miraba sorprendida, impresionada tal vez por el gentío, tal vez por la singular fortificación hacia la que le conducía el corpulento viejo. Su precioso rostro se contrajo durante un momento hasta truncarse en una trágica máscara de temor, sentimiento que pareció acompañarla mientras desaparecía tras la pesada puerta de hierro.