domingo, 19 de abril de 2009

el libre albedrío



Uno es uno. Eso lo tengo clarísimo. Pero uno también es múltiples yos, personalidades variables en constante pugna por hacerse con el poder, por conseguir imponerse y manejar nuestro pensamiento. Es como vivir bajo un constante golpe de estado.
La larga lista de nuestras personalidades múltiples incluye la amable, simpática, la perezosa, la egoísta, la ruin y hasta la perversa, la devocional o espiritual, la individualista y la comunitaria, la que es capaz de asesinar en un semáforo, y la que nos impele a lanzarnos a las vías de un metro a salvar a un desconocido. Todas las posibilidades de personalidades que haya ido cultivando el individuo se ofrecen ante él; el libre albedrío se ocupa del resto.

Un día me llama una amigo y me pide que lo acompañe en un viaje. Como me siento en deuda con él -por razones que no viene al caso-, me comprometo inmediatamente sin pensármelo demasiado. Pero resulta que el viaje en cuestión es en realidad una peregrinación: mi amigo tiene una promesa que cumplir a la Virgen, y no le sirve con ir a Lourdes ni Fátima. Tenemos que ir a Medjugorge, al Santuario de la Reina de la Paz, en el corazón de la derrotada Bosnia-Herzegovina.
Héteme allí pues, al cabo de una semana, en uno de los lugares más extraños que he visitado, inmerso en una realidad tensa y cruda como las que reinan en cualquier población tras un conflicto bélico. El paisaje es tan abrupto como los lugareños: rocas y zarzas impiden pasear sin acabar ensangrentado. Mi amigo frecuenta la pequeña iglesia por la que han pasado millones de peregrinos desde principios de los ochenta. Yo –por aquel entonces musulmán practicante- me mantengo a cierta distancia del fervor católico reinante, y de hecho aprovecho para peregrinar el viernes hasta la ciudad de Mostar, llorar ante tanta devastación, y rezar en una de las pocas mezquitas que han quedado. Unos días después, al volver a casa, tengo una serie de movimientos internos graduales que me conducen hasta un estado de contemplación intensa en la que se me aparece la Virgen como Reina de la Paz. Todos mis anhelos son colmados y se me abre el Libro de la Vida durantes tres días y tres noches (uno no duerme cuando está Despierto…).
Bien; hasta aquí todo normal: es normal que me llame un amigo; es normal que pueda acabar en un lugar rarito haciendo cosas raritas; y, si me ha pasado a mí, también debe de ser normal lo de la Aparición. Ahora bien, si debe de ser normal, ¿porqué no oigo decir que le pasa a todo el mundo? De hecho, tras años de intensas meditaciones, he llegado a la conclusión de que sí, le pasa a todo el mundo: todos tenemos siempre enfrente la posibilidad de liberarnos de la Ilusión, de apartar el velo que nos separa de la Realidad, pero escogemos mirar el culo de las chicas cuando pasan, o intentamos triunfar como personas de éxito con cuatro pautas que imitamos, y acabamos siendo esclavos. El libre albedrío se ocupa del resto.

Uno es uno. Dos sigue siendo uno, pero partido. Yo soy firme defensor de la teoría platónica de la Media Naranja. Uno y una vuelven a ser Uno. Aunque me consta que todos somos andróginos en esencia, yo me contento con las mujeres. Y de todas las mujeres, sólo aquéllas que tengan una nariz que reúna una serie de parámetros geománticos de imposible definición. A eso le han puesto nombre: nasofilia.

Un día me planté, miré hacia atrás, y decidí tirarme a todas aquellas chicas que había deseado durante mi vida y no había sabido conseguir. Debo decir que siempre fui exageradamente tímido, y a menudo eso me impidió coronar con éxito alguno de mis sueños.
No es que hiciera una lista o algo así; simplemente empecé por las que tenía más cerca y me lancé. Es increíble como la propia convicción de uno puede abrir caminos insospechados donde antes todo fueron barreras. Hay mujeres (y narices, sobretodo) que uno ha deseado hasta la eternidad en la adolescencia y la juventud, con la intensidad de aquel para siempre; mujeres que son una canción, mil veces escuchada siguiendo el compás con el corazón partío, y que se han quedado para siempre allí, agazapadas. Tomarlas fue reconciliarse con aquel dolor, exorcizar el pasado de heridas que sellaron caminos por los que ahora uno quiere transitar. No hay que dejar nada pendiente para no tener que volver la vista atrás. Es lo que estoy aprendiendo con placer. El libre albedrío blablabla…

Uno es uno. Uno y uno ya son tres, porque está escrito: “Dónde dos o tres se reúnan en Mi nombre, allí estaré Yo también”. O sea que nunca estamos solos. Somos multitud. Dentro y fuera. Y no solo me refiero a las personas o seres con los que compartimos moléculas. Sino también a los otros.

Una noche me encontraba en una habitación compartida en el Monasterio de Santa Katerina, en el Sinaí, sin poder conciliar el sueño. La jornada había sido intensa, como todas las transcurridas aquí, a los pies del monte donde Moisés recibió las Tablas de la Ley. Por aquel entonces estaba yo muy interesado en la ortodoxia, la versión oriental del cristianismo, y me pasaba el día platicando con alguno de los monjes que allí se habían retirado, o con alguno de los extraños peregrinos que acudían al milenario enclave. El caso es que aquella noche no lograba conciliar el sueño; acabé por levantarme sin hacer ruido para no despertar a mis compañeros de habitación en la hospedería que la propia comunidad greco-ortodoxa regentaba junto al histórico refugio. Salí al exterior con la manta envuelta para guarecerme del frío ambiente reinante. El viento se había levantado con brío, agitando con cierta violencia los cipreses y olivos que ornamentaban los alrededores del recinto amurallado. Por aquel entonces la luz eléctrica aún no había llegado hasta el Sinaí, y la visión del cielo nocturno era todo el espectáculo que uno espera del desierto. Llevaba una linterna pero no la encendí. Las estrellas brillaban tan nítidas que pareciera que uno pudiera contarlas, si se lo proponía. El monasterio, construido en el siglo IV, lucía imponente, con sus murallas de más de diez metros que lo hicieron inexpugnable a lo largo de la Historia. Deambulé por los jardines adyacentes sin rumbo fijo, cagaete como siempre que me encuentro sólo en la oscuridad. Qué yo ya sé porqué…
El caso es que de repente comenzaron a manifestarse extraños efectos lumínicos en mis retinas, destellos leves e intermitentes, que fueron in crescendo hasta rodearme por momentos. Me sobresalté, como es lógico, y se dispararon mis cinco sentidos hasta convertirse en diez: me quedé inmóvil, con el cuello estirado y la vista cubriendo los 360 grados de mi alrededor. Se me abrieron los auriculares internos hasta escuchar el fragor de cada hoja de olivo vibrando con el viento. No entendía qué extraño proceso producía aquellos reflejos y mi conciencia estaba a punto de colapsarse. Estaba totalmente acojonado pues, a pesar de tener una mente bastante analítica producto de una educación francesa que me blinda ante muchas tonterías, aquello no tenía explicación. Los destellos, más leves que un flash fotográfico, iban rodeándome e iluminando al azar árboles, trozos del muro, rocas, hasta acabar bañando la montaña de Moisés, a cuyos pies se alza el monasterio.
Aquello era un festival. Yo temblando de frío y estupor, acabé por descojonarme. Estaba de los nervios pero me resistía a marcharme, y opté por una risita estúpida que me mantuvo con los pies en la tierra. Entonces las ví.
Tres luces bien nítidas se desplazaban horizontalmente a través de una línea imaginaria a media montaña, centelleando. Imposible –pensé. Resonó en mi interior al instante un mantra que nuestro profesor de matemáticas se había encargado de esculpir durante años: “Imposible n’est pas français!” . Fransé o non fransé te digo yo que esto no es humano, pensé yo, o alguien en mi interior. Lo cierto es que cualquiera que conociera un mínimo la susodicha y santa montaña estaría conmigo en que era absurdo pensar en que alguien pudiera estar desplazándose a través de una orografía que solo pueden hollar las cabras, siguiendo una línea totalmente rectilínea y a una velocidad constante en plena noche. Pasaron por mi mente todos los típicos comentarios sobre ovnis en lugares sagrados, pero tengo por suerte no creer en los extraterrestres de otros planetas sino más bien en los extraterrestres de este planeta, es decir, seres o entidades sin cuerpo físico (tierra) pero tan reales como nosotros. De hecho pensé en ángeles o seres de luz, por llamarlos de alguna manera, y esa fue la explicación más racional que obtuve para poder no sólo permanecer allí, sino comenzar a dirigirme hacia las luces de la montaña.
Debo ya de empezar a advertir que, aunque pareciera que yo iba decidido, por dentro estaba bastante aterrado. La soledad, la aridez del enclave, la violencia del viento, la noche… todos los factores conjurados para un mal final. No me apetecía nada una abducción con aquel frío, la verdad. Pero no hay nada peor que lo que no se hace, me dije, y finalmente me detuve en el extremo del último muro que separa el monasterio del inhóspito desierto que lo rodea. Las tres luces seguían su pausado trayecto atravesando la gigantesca e informe mole de piedra. Se me ocurrió que podría hacerles señales con mi linterna, como en Encuentros en la tercera fase, pero de ese modo delataría mi posición, y quizás acabase metiéndome en problemas. Por fin, armándome de un valor que no era mío, accioné la linterna tres veces, repitiendo la pauta que seguían los destellos a trescientos metros delante de mí. De repente, nada más hube apagado la linterna, y en aquel estado de extrema expectación en el que me encontraba, sufro un shock vibracional de primera magnitud que lanza mi cuerpo a cincuenta metros de allí y me encuentro corriendo como un poseso hacia la hospedería, antes de que mi mente pueda procesar que aquél estruendo no era sino la campana del monasterio que estaba tras de mí, y que en ese momento tocaba a maitines. Corro partiéndome de risa y de miedo del susto que me acabo de llevar, hasta llegar frente a mi cuarto, donde me detengo con el corazón todavía a mil por hora. Temo hasta que me dé un ataque y me cuesta reponerme entre risas y tembleques. Tengo pipí de tan excitado que estoy, pero no quiero ir hasta el lavabo y decido mear en el jardincito de entrada al cuarto. La cabeza aún me va a mil por la multitud de experiencias y emociones vividas. El aire sigue eléctrico y tengo aún muchas preguntas sin respuesta cuando, sin avisar, se materializa una luz intensa frente a la cara a unos dos o tres metros. Pego un grito y me agacho instintivamente, meándome encima y por todas partes sin entender qué coño está pasando, joder ya con las putas lucecitas. La luz se va acercando y yo me quedo petrificado y orinado, hasta que suena una voz que surge de la luminiscencia: ¿What the fucking are you doing, men? I´m trying to sleep. Es mi compañero de cuarto, que ha acabado por salir ante mis idas y venidas y me está enfocando con su linterna. No creo que se imagine, viéndome allí tirado y empapado de pis, con el pantalón medio bajado, que acabo de tener una experiencia mística. Puto libre albedrío. Prometo mirar más el culo de las chicas al pasar, la próxima vez.