Durante unos años estuve muy relacionado con una tribu de beduinos al pie del Monte Moisés, en el Sinaí. Fue allí, en el único territorio al que los israelitas pueden acceder por tierra, cuando empecé a conocerlos de verdad. Llegaban en familia, ruidosos y alegres, y se mostraban de lo más cercano a los beduinos. Yo nunca había presenciado algo así, tras vivir y recorrer casi todo Oriente Medio: árabes congeniando con hebreos. Intrigado, le pregunté a mis amigos el porqué de ese hermanamiento. Al parecer, durante los años en los que los israelitas permanecieron ocupando el Sinaí, tras la guerra del Yom Kipur, los beduinos se sintieron tratados como personas por primera vez –los beduinos comparten los mismos estigmas que nuestros gitanos- en su reciente historia. Los invasores respetaron sus posesiones, les pagaron sueldos justos por sus trabajos, les facilitaron estudios, asistencia sanitaria gratuita y, cosa nunca vista hasta entonces ni tampoco después, incluso les trasladaron en helicóptero a hospitales de TelAviv cuando fue necesario… ¿Cómo no recordar ésos tiempos con añoranza y gratitud?
En otra ocasión me encontré atravesando Gaza para coger un ferry desde un puerto israelí. La imagen de la alambrada que separaba territorio palestino del israelí se me ha quedado grabada para siempre: tras horas y dos mil kilómetros de puto desierto surgía ante mis ojos una alfombra de un césped impecable que se perdía hasta el horizonte. Cortado con tiralíneas. Desde el googlemaps debe de ser espectacular. El paraíso comienza a un palmo del infierno. Y en medio, claro, el control de aduanas más endiablado que te puede caer; ríete de los americanos. Esto sí que es la América de verdad: vaqueros que viven rodeados de indios, una democracia injertada en la yugular del eje del mal. De aquí surge toda la tecnología punta, lo más mejor, lo último en sofisticaciones tecnomilitares y métodos de guerra. Porque aquí lo necesitan para sobrevivir cada día, no por si acaso, o para dar miedo… Como era de esperar, los judíos israelitas que conocí eran gente normal y de procedencias de lo más dispares, pero cuyo rasgo en común, aparte de su ascendecia racial, es que estaban hasta las pelotas de que TODAS las familias que conocían hubiesen sufrido al menos un ataque por parte de un árabe. La mayoría de veces una puñalaá por la espalda… Hombre, eso de caminar siempre por las calles con la cabeza mirando hacia atrás debe de ser bastante estresante.
Años después, mientras paseaba por Jerusalém, asistí a lo debía de ser el rito diario de iniciación de muchos de los jóvenes locales - y aquí hablo de los de ambos bandos. Estaba en la zona árabe de la ciudad antigua, que en ese momento parecía atestada por alguna manifestación (por cierto, que aquélla manifestación no hubiera sido permitida en ninguno de los demás países de la zona, todos ellos dictaduras manifiestas). El caso es que enseguida pasó un coche militar israelita, con su patrulla de soldados mixta empuñando sus automáticas, para dispersar a la muchedumbre. La masa los abuchereó con los puños en alto, y un chaval frente a mí les lanzó una lata vacía -con la mala fortuna de que impactó en un costado del vehículo y que uno de ellos estaba mirando. Oye tú, en menos de diez segundos un par de vehículos militares bloquearon a la gente y 4 soldados jovencísimos se bajaron y desplegaron veloces, dirigiéndose al chaval que se había quedado clavado delante mío. ¡Se lo llevaron antes incluso de que pudiera echarse a llorar! Imaginad el sentimiento de impotencia de las 400 personas que presenciaron la escena: medio millar de enfurecidos árabes achantados por una docena de veinteañeros que parecen salidos de un videojuego de guerra ¡y encima la mayoría eran chicas!
¿Me dan derecho estas tres estampas a formarme una opinión? Por lo menos me han brindado la oportunidad de escapar a la tentación de intentar encontrar un motivo o peor, una solución, a algo tan aberrante e irracional como es una guerra.
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Hace 14 años
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