jueves, 26 de febrero de 2009

El muro. (cuento corto)

Nadie recuerda exactamente cuándo empezó aquello ni, sobretodo, cuáles debieron ser las circunstancias que llevaron a don Julio, un hombre corpulento pero entrado ya en años y vecino de la barriada Virgen de Loreto, a empecinarse en una obra de tal envergadura. Al principio, en alguna reunión con los padres de los niños a los que yo daba clase, algún vecino me aventuraba que seguramente el viejo lo hiciera hastiado por las innumerables ocasiones en las que los animales arrasaban el amplio y desordenado huerto que tenía detrás de la chabola, y del que prácticamente vivía. A nadie le extrañó pues, en un primer momento que Don Julio, que ya había levantado anteriormente un par de cercados –el primero con cañas, el segundo de alambre y el tercero con chapas metálicas recogidas en alguna obra cercana-, se empecinase en salvaguardar las pocas posesiones de las que disponía del ataque de las bestias y de los gamberros. Pero lo que ha todos impresionó por igual fue el hecho de que en ésta ocasión, y sin que hubiera ningún precedente en la barriada, el pobre hombre se embarcara en la colosal y ardua tarea de erigir un muro de piedra que delimitase la totalidad de su parcela, unos 200 metros en línea recta. Muchos fuimos los que intentamos que se echara atrás al comprender que aquel ancho surco que había ido cavando alrededor de su terreno durante unas semanas no iba a ser un foso, ni un canal de agua para mantener a raya a los topos, ratones, conejos y toda suerte de predadores que a buen seguro lo atormentaban, sino el espacio que iba a ocupar el cimiento del muro.

“Imposible! Se ha vuelto loco! Se va a matar!” le gritaban algunos, cuando se cruzaban por allí al ver cómo trabajaba, echándose las manos a la cabeza antes de escabullirse por si el hombre les requería ayuda. Pero no, Don Julio no la pidió nunca porque nunca había pedido nada, y se las había arreglado muy bien viviendo sólo desde que le abandonaran mujer e hija hacía ya muchos años, cuando todos los de las chabolas vecinas aseguraban que se marcharía, que no aguantaría. La verdad es que siempre había sido hombre bastante reservado, de pocas palabras según me contaron los más viejos, aunque celoso hasta la locura, y eso era lo que lo había perdido.

Se pasaba las jornadas acarreando las piedras de un lado a otro hasta tenerlas distribuidas a lo largo del perímetro surcado, ayudado por una carretilla de madera que él mismo se había construido con cuatro tablones y una rueda de un remolque. Material para la obra nunca le faltó, pues eran numerosos los muros caídos de piedra que delimitaban en un pasado los campos y terrazas de la colina sobre la que se asentaba el barrio. Yo solía cruzar por ahí camino del colegio para no tener que cruzar la vaguada. Una vez le ofrecí unos guantes al ver los numeroso cortes y desgarros que las piedras y los milpiés inflingían a sus manos, y otro vecino unas botas viejas para protegerse las extremidades, pero él los rechazó agradeciendo escuetamente la intención sin dejar siquiera de trabajar, para no dar pie a insistencias. Pronto se le quemaron brazos y espalda, y la punta de su afilada nariz bajo el sombrero de paja que siempre llevaba.

Empezaba al despuntar el alba, y más tarde, cuando al fin llegó el verano con sus largos días y sus mañanas templadas, incluso antes. Hasta los gallos debían de sorprenderse al verse despertados por aquel pobre hombre, extremeño creo, y doblado ya por la vida, afanándose en la oscuridad en conseguir que las piedras encajaran unas con otras y rellenando los huecos con la tierra arcillosa del lugar. Al cabo de bastante tiempo, al llegar el muro a cierta altura, tuvo que improvisar una suerte de andamios que lo alzaran y que él iba desplazando a lo largo de la construcción. Paraba cuando el sol estaba en lo más alto para comer cualquier cosa que arañaba del huerto o del corral, y después continuaba hasta bien entrada la tarde, cuando se retiraba para regar o a ocuparse de algún sembrado. El domingo también trabajaba, a pesar de los insultos que se llevaba del padre Guzmán y de sus promesas de castigo eternos por violar la Ley del Señor, aunque supongo que a Don Julio le importaban un comino ésas amenazas, pues nadie recordaba haberlo visto nunca por la iglesia, ni siquiera con ocasión de algún entierro, ni era hombre que recordara a Dios ni para blasfemar cuando alguna roca resbalaba hasta sus castigados pies.

El caso es que, al llegar el siguiente invierno, alguien reparó en que el muro ya casi rebasaba la altura de un hombre, y todos nos sorprendimos por igual. Habituados ya desde hacía meses al paulatino pero indefinido avance de la titánica obra, no nos habíamos percatado de su desproporcionada alzada. Inmutable ante los requerimientos de los vecinos, Don Julio solo contestaba “aún falta un poquito más” y ya nadie le sacaba más que una ladeada sonrisa. Y en cuanto cerró mediante una pesada puerta reciclada la única abertura que había dejado en el muro, ya sólo se le podía ver desde el exterior si lo encontrabas subido al andamio o sobre el muro, encajando las piedras. Por aquel entonces a nadie le interesaba ya qué misterioso motivo puede llevar a una persona con su edad a plantearse una excentricidad como esa, y eran más los que se burlaban o le gritaban loco que los que quedaban mirando la obra.

Hasta que, pasados varios meses, un niño, vecino del terreno donde vivía Don Julio, lo comentó al llegar un lunes al colegio: allí no se oye ni se ve nada desde hace unos días. Al acabar las clases, fuimos muchos los que nos acercamos asombrados por la noticia, e incluso hubo quien pensó en que quizás le hubiera ocurrido algo al viejo. Como la puerta estaba cerrada no hubo manera de entrar y nadie contestaba a nuestros llamados. Tras contornear el perímetro de la alta muralla de piedra (la “Gran Muralla” como la llamábamos irónicamente) comprobamos que era verdad, que finalmente ya estaba acabada. Y lo que parecía era el exterior de una prisión. Y de eso estábamos platicando cuando, cosa insólita en aquella barriada miserable, apareció un taxi y de él se bajó Don Julio muy acicalado, con su mejor traje y aquélla media sonrisa forzada, la mirada baja y el sombrero en la mano para no tener que saludar a nadie -supusimos, pues era evidente su asombro y desagrado ante la abultada afluencia de vecinos alrededor de su puerta. De su brazo iba una india, pequeña pero muy agraciada, con un improvisado ramo de novia en la mano y que nos miraba sorprendida, impresionada tal vez por el gentío, tal vez por la singular fortificación hacia la que le conducía el corpulento viejo. Su precioso rostro se contrajo durante un momento hasta truncarse en una trágica máscara de temor, sentimiento que pareció acompañarla mientras desaparecía tras la pesada puerta de hierro.

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