jueves, 26 de febrero de 2009

El guisante (artículo de opinión)




La controvertida emisión, en la cadena de televisión inglesa Sky Real Lives, de un documental en el que se mostraba detalladamente el proceso de un suicidio asistido ha cosechado lo que perseguía: fomentar el intercambio de pareceres y opiniones ante una práctica que, aunque relativamente oculta, suele ejercerse en algunos países europeos sin excesivos problemas desde hace un tiempo.

A favor (de la emisión) están aquellos que invocan la necesidad de regular y permitir esta práctica clínica de una vez por todas, definiéndola como una opción personal, algo así como el derecho que tiene cualquiera a acabar con esto que, por mucho que nos quejemos, es la vida. En contra, las voces no solo de aquellos que critican la eutanasia por ser un acto homicida con premeditación y un suicidio asistido -ambas medidas contrarias a sus creencias-, sino también las de los que no ven con buenos ojos la publicidad de un momento tan íntimo como el de la muerte, por entender que puede incitar actitudes morbosas.

El voyeurismo –y no solo el televisivo- se ha generalizado hasta el punto de que es fácil hoy en día ver como se drogan algunos, como follan otros, y ahora como se mueren. Nos metemos en las vidas de los demás a través de los reality: sus grandezas, sus pasiones, sus bajezas, como se duchan, como se insultan, se utilizan, se destrozan, se aman, todo al descubierto y a todas horas. Damos cobertura a los videos de los terroristas cometiendo atentados, o a sus videos testamentarios antes de la auto inmolación, publicitando el terror de aquel que no solo va a acabar con la vida de otras personas, sino que se cree obligado a ello y te lo explica. Y ahora nos vamos a acobardar por el supuesto efecto del documental de un buen hombre que cree que nadie tiene derecho a sufrir lo que él está sufriendo, y sacrifica su intimidad como denuncia para facilitar a otros un camino –la eutanasia- que suele convertirse en calvario por la legalidad vigente.

Ya todo lo que ocurre a lo largo de nuestra vida lo hemos vivido y experimentado en el cine. El terror, el miedo, la compasión, el amor, la alegría. Pero por mucho que la repetición de crímenes y muertes en nuestras retinas hayan banalizando nuestro concepto de la muerte, siempre nos encontramos desnudos cuando nos llega - o a alguien muy cercano - la Hora. Pocos son los que están preparados en el momento de último adiós, aceptando su destino con serenidad, como la de aquélla vieja esquimal, que se entregaba a los osos cuando se sentía morir, para que su espíritu retornara algún día a los suyos al cazar y comerse a su asesino. Recordemos –siempre va bien- que casi un 90% de la población humana cree en qué hay algo después de la muerte, o sea que tiene significado, aunque desde una perspectiva urbana y post moderna como desde la que nos encontramos, tales ideas nos parezcan, cuando menos, peregrinas.


Nuestra sociedad, inmersa en una civilización que bien pudiera ser tildada de adolescente por sus continuos desvaríos, le ha dado la espalda a la muerte. Creemos que tenemos la vida por delante, ¿para qué preocuparnos por la muerte? Y es que la muerte no acaba de estar nunca de moda, no es un bien de consumo, aunque sea de un solo uso. La muerte huele a caca, y eso es difícil de vender, por lo que solemos ocultarla de la luz, y le atribuimos el color negro y las gafas de sol. Y sin embargo, la muerte (tanathos) es junto a su antagonista, el amor (a-mor, lo que no muere), el único tema interesante en la epopeya humana; con ella embadurnamos novelas y películas, canciones y esculturas, cualquier obra que posea algo de chispa.

La pregunta es: ¿Podemos elegir el momento de nuestra muerte, si no elegimos el de nuestro nacimiento? O, dicho de otra manera, ¿es nuestra nuestra existencia? Nos ha sido dada, no la hemos comprado, aunque paguemos con la vida su alquiler; pero nadie parece dudar de que es lo único que de verdad tenemos. En una época en la que se nos contagia el virus capitalista desde muy temprano, la vida es también una posesión, un bien, y tiene dueño. De hecho, la vida hasta tiene un precio, que varía entre 300 mil euros y un plato de lentejas, dependiendo de la latitud en la que nos encontremos. Por ello decimos “quitar la vida” o “perdonar la vida”, como si fuera algo diferente de nosotros mismos, algo tangible.

Hace unos años, una terrible noticia amaneció en algunos medios de comunicación y se mantuvo el tiempo que tardamos en digerir el brioche, para reintegrarse rauda en el inconsciente informativo, que es algo así como el limbo de las noticias terribles: nadie sabe donde están, pero su recuerdo no deja de resonar y acude cuando lo solicitamos. La noticia era la decisión de algunas etnias aborígenes australianas de no tener más hijos, de no tener descendencia, y la razón esgrimida fue que este mundo actual no vale la pena conocerlo, ni ayudar a que se prolongue ni una vida más. A día de hoy, la misma decisión ha sido tomada por diferentes tribus a lo largo del planeta. No creo que pueda haber noticia más desgarradora, y sin embargo allá quedó, apartada como otras. El suicidio colectivo no como fruto de las coacciones de algún iluminado, profeta del Apocalipsis now, sino como respuesta meditada y serena de toda una raza ante el expolio y reiterada violación a la que se ve expuesta su –nuestra- Madre Tierra. No oí entonces a nadie escandalizarse ante semejante holocausto, pero sigo escuchando el eco de la que se montó ante suicidios colectivos de grupos religiosos sectarios occidentales, por ejemplo, o ante el citado documental, que propiciaron ríos de tinta en todos los medios de comunicación. No creo que, si hemos sido capaces de digerir semejante banquete, nos vaya a sentar mal la cena por un guisante más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sándor Marai en su novela La mujer justa escribió: Soy un aprediz de muerto que aspira a ser un buen difunto.
La muerte es como Roma, todos los caminos conducen a ella...

Curiosamente, el Sr. Marai se quitó la vida a los ochenta y nueve años de edad... ignoro la razón.
Cansancio? Sufrimiento ? Exibicionismo?