martes, 12 de mayo de 2009

momentos de infelicidad



La naúsea



Todas mis desgracias fueron de juventud, tardes grises de hormigón y alambradas en el liceo francés de barcelona, tardes oscuras de invierno, con las luces de clase encendidas desde las cuatro con el estúpido propósito de iluminar tanto desamparo. Fue en tardes como aquéllas, a menudo lluviosas, en las que la humedad se deslizaba desde las ventanas hasta nuestras vidas, transformando nuestros sueños y esperanzas en musgo plomizo; y esas horas que se estiraban sin límite, horas en las que se erigían universos enteros, con sus sagas y sus Apocalipsis completos, horas de cien minutos, que contradecían las teorías enunciadas por nuestro profesor de física. Allí, allí, encerradas como ganado treinta seis almas que solo ansiaban estar lejos,
mar adentro.

Gran parte de mis desdichas se forjaron aquéllas tardes eternas, en las que día tras día, sombríos educadores se encargaron de ir cortándonos las alas -nuestras propias alas-, hasta que un día ya no crecieron. Su memoria, su existencia incluso, y buena parte de nuestra naturaleza quedaron sepultadas bajo la sobredosis de miles de esos vocablos sin sustancia que nos inocularon sin descanso: predicado, eucariota, pluscuamperfecto, interés variable, hipotenusa, financiación a plazo...

Recuerdo el olor de esas tardes cerradas, tribulación de un aula a rebosar de hormonas, sudor y colonias de pago, y ese tufo a neuronas tostadas que acababan por impregnar hasta los pupitres de fórmica y hierro. Todas mis ilusiones rebotando por las geometrías infames de la arquitectura civil, por aquellas aulas cuadradas diseñadas para cuadricular nuestras mentes, para ayudar a convertir a aquellos lobeznos en hombres de pro, y a aquellas princesas en secretarias de empresa. Al andar por los uniformados pasillos de aquella institución represora, si prestaban la suficiente atención, podías escuchar el ruido de tantos sueños rotos quebrándose bajo tus pies.

Yo conseguí escaparme del tedio metiéndome la vacuna por la vena, y conseguí hacer añicos buena parte del odio y de la frustración generada por tamaña castración. Claro que también me hice añicos el hígado… No fue una venganza: de hecho, yo quedé jodido y el sistema ha seguido igual. Pero conseguí irme tan lejos que ya nunca más supe volver.