jueves, 26 de febrero de 2009

Jubilarse a los 48 (artículo de opinión)

He de reconocer desde un principio que carezco de una visión subjetiva en lo que a jubilaciones se refiere, puesto que no he pegado un sello en vida y mi currículo laboral más parece un haiku. Pero creo que es necesario cierto distanciamiento y ecuanimidad cuando abordamos cualquier asunto que tenga que ver con la religión.

Si, la religión. Adoramos trabajar, nos encanta estar ocupados, producir, ejercer, construir, diseñar. Nuestra civilización está basada en esa actividad frenética y depredadora que rige la lógica capitalista: cuánto más, mejor. Además, el laboro está bendecido en las Sagradas Escrituras. Trabaja o revienta. El trabajo es así para el humano un bien sagrado, divino, como si poseerlo nos hiciera estar en comunión. Porque, ¡ay, cuando no lo tenemos o lo perdemos!, lo buscamos entonces cual Santo Grial, avergonzados en la filas del INEM, nuestro original purgatorio. ¿Acaso no llamamos chupópteros a todos aquéllos que, escogiendo una vida ociosa, contrarían su naturaleza trabajadora, violentando la Ley del Mercado, y enflaqueciendo el sacrosanto PIB?

Y es que dicen que el trabajo dignifica, que es un derecho. Sin embargo, ¿cuál debe de ser el porcentaje de trabajadores que, con la ilusión de ejercer ese derecho, acaban desempeñando labores que nada tienen que ver con sus aptitudes, inclinaciones, gustos o intereses? Personas que dedican sus horas a realizar gestos mecánicos, o peor aún, labores injustas y actos reprobables encargados por terceros; hechos con los que no se identifican y que les obligan a apagar su conciencia para sobrevivir con un mínimo de coherencia interna, la mayor parte de las horas de la mayor parte de los días de la mayor parte de su vida. Para todos ellos, esclavos de la Matriz imperante, ¿no cabría suponer que una jubilación anticipada habría de sentar como una liberación espiritual, un gozo sin límite ante la nueva oportunidad de volver a vivir en libertad que te brinda la vida? Pues hete aquí que tampoco es así, sino que a menudo, el sentimiento de vacío y culpabilidad que arrastra la inacción conlleva el peligro real de caer en una depresión, o en estados de angustia vitales que socaven nuestro calidad de vida. No sabemos estar sin hacer nada.

¿Cómo se llega a ello? Ya desde muy pequeños nos acostumbran a horarios y tareas que violentan nuestras más naturales tendencias. Nos adiestran en el momento en que somos más influenciables a acatar relaciones de poder y esquemas mentales que solo tienen como objetivo prepararnos para engrosar las filas de un mercado laboral acallado y obediente. El plan Bolonia ya empieza en la primaria: el mal estudiante es sinónimo de vago, y ese es un mantra difícil de borrar en un cerebelo tierno. Mal lo tenemos si queremos imaginar que otro mundo es posible. Un mundo en el que solo tuviéramos que estirar la mano para comer… ¿Les suena? No sé, quizás es que prefiero los paraísos artificiales a los fiscales, pero a mí todo me suena a disparate.

¿Jubilarse a los 48? ¡Pero si a ésa edad casi es cuando deberíamos de empezar a trabajar! Si recién con los cuarenta sabemos quiénes somos, que es lo que nos gusta y qué lo que sabemos hacer bien… Además, ya han crecido los niños y no podemos dedicar en cuerpo y alma a lo que de verdad nos interesa, sin importarnos horarios ni convenios. ¡Anda que no subiría el dichoso PIB con legiones de trabajadores felices!

La crisis (editorial)

¿Cuál es la causa de la crisis financiera actual?

Naomi Klein, en su reciente ensayo “La doctrina del shock”, describe varias de las pistas que habrían de servirnos para encontrar la respuesta. En el libro se relata la metódica implantación de las directrices económicas diseñadas e impartidas por Milton Friedman y la llamada “escuela de Chicago”, y que podrían resumirse en su conocido mantra: “el estado es el problema”. La ley del mercado exige al mercado como único rey. El mercado como autorregulador del sistema financiero globalizado y la no-intervención de las instituciones en su control son la pauta a seguir si deseamos un mundo equilibrado. Pero como dichas políticas auguran fuertes desarreglos en un principio (hay que resetear todo el sistema nada menos), solo pueden ser implantadas sin contestación en estados con problemas, países en estado de shock (como ha sido el caso en varios países del cono sur durante las dictaduras y tras los golpes de estado o las catástrofes naturales, y finalmente en casi todo el mundo occidental tras el 11S) . Cómo ha sido posible el triunfo de las políticas ultraliberales y su implantación –a menudo imposición- en la mayoría de los estados conocidos es lo que denuncia el libro: el estado de shock-contínuo en el que vivimos tiene un origen y un diseño, y uno de sus objetivos es precisamente ése, dejar al personal en constante perplejidad para conseguir una falta de reacción ante medidas y políticas económicas salvajes.

Porque salvaje es, como denuncia Ignasi Ramonet, del Monde Diplomatique, que se haya conseguido llegar a mover una cantidad de riqueza seis veces mayor que toda la riqueza real del planeta. ¿De donde sacaremos ahora los 5 planetas que nos faltan? No me extraña que se piense en colonizar Marte y en volver a la Luna. Lo que me extraña es que no se haya empezado a hablar de colonizar los satélites de Júpiter.

No deja de ser curioso por otra parte que ante este nuevo Apocalipsis ya se hayan apresurado a reconocer los cadáveres de la dos primeras víctimas definidas, y que son precisamente las dos en las que debería recaer toda la ayuda de que disponen los estados para equilibrar el maltrecho planeta: por una parte el cuidado del medioambiente, y por otra la ayuda al desarrollo. O sea que ésas dos áreas fundamentales de nuestro futuro, que por fin eran aceptadas como objetivos prioritarios por la mayoría de los países bienpudientes tras años de batalla, pasan de repente al principio del juego como por arte de magia. No sé, eso de que siempre pierdan los mismos ya nos tendría que empezar a extrañar. No olvidemos que todo el dinero reservado para dichas áreas servirá para refinanciar a las financieras, y todo ello en defensa de “nuestro estilo de vida”. Perdonen si no me levanto, pero es que es precisamente ése el problema. El creer que siempre podremos salvar los muebles, y confiar en que nuestros gobernantes lo resolverán.

No, tal como Arcadi Oliveras (Intermón-Oxfam) denuncia, la crisis no es financiera, sino estructural, alimentaria y energética. Y creo que los tiros van más bien por ahí, nunca por lo que nos cuentan en grandes titulares. ¿Hemos sobrepasado el pico del petróleo, el pico de la producción alimentaria, el punto de no retorno en el ecocidio al que sometemos a la naturaleza? Esos son los temas que deberían preocuparnos. No ya si las bolsas tienen futuro, sino si hay de verdad un futuro que pueda llamarse así. Las prácticas ultraliberales ya han dejado huellas indelebles de sus desvaríos en el panorama económico internacional. Es obvio que a partir de ahora el mundo de las financieras será muy distinto. Habrán regulaciones y controles estrictos durante unos años. Y más crisis. Pero las verdaderas directrices seguirán en manos de unos pocos, casi los mismos, a no ser que se renueven las instituciones internacionales en su totalidad (empezando por la ONU, OMC, BM, FMI, ,…). ¿Seremos capaces de exigir que así sea?

El guisante (artículo de opinión)




La controvertida emisión, en la cadena de televisión inglesa Sky Real Lives, de un documental en el que se mostraba detalladamente el proceso de un suicidio asistido ha cosechado lo que perseguía: fomentar el intercambio de pareceres y opiniones ante una práctica que, aunque relativamente oculta, suele ejercerse en algunos países europeos sin excesivos problemas desde hace un tiempo.

A favor (de la emisión) están aquellos que invocan la necesidad de regular y permitir esta práctica clínica de una vez por todas, definiéndola como una opción personal, algo así como el derecho que tiene cualquiera a acabar con esto que, por mucho que nos quejemos, es la vida. En contra, las voces no solo de aquellos que critican la eutanasia por ser un acto homicida con premeditación y un suicidio asistido -ambas medidas contrarias a sus creencias-, sino también las de los que no ven con buenos ojos la publicidad de un momento tan íntimo como el de la muerte, por entender que puede incitar actitudes morbosas.

El voyeurismo –y no solo el televisivo- se ha generalizado hasta el punto de que es fácil hoy en día ver como se drogan algunos, como follan otros, y ahora como se mueren. Nos metemos en las vidas de los demás a través de los reality: sus grandezas, sus pasiones, sus bajezas, como se duchan, como se insultan, se utilizan, se destrozan, se aman, todo al descubierto y a todas horas. Damos cobertura a los videos de los terroristas cometiendo atentados, o a sus videos testamentarios antes de la auto inmolación, publicitando el terror de aquel que no solo va a acabar con la vida de otras personas, sino que se cree obligado a ello y te lo explica. Y ahora nos vamos a acobardar por el supuesto efecto del documental de un buen hombre que cree que nadie tiene derecho a sufrir lo que él está sufriendo, y sacrifica su intimidad como denuncia para facilitar a otros un camino –la eutanasia- que suele convertirse en calvario por la legalidad vigente.

Ya todo lo que ocurre a lo largo de nuestra vida lo hemos vivido y experimentado en el cine. El terror, el miedo, la compasión, el amor, la alegría. Pero por mucho que la repetición de crímenes y muertes en nuestras retinas hayan banalizando nuestro concepto de la muerte, siempre nos encontramos desnudos cuando nos llega - o a alguien muy cercano - la Hora. Pocos son los que están preparados en el momento de último adiós, aceptando su destino con serenidad, como la de aquélla vieja esquimal, que se entregaba a los osos cuando se sentía morir, para que su espíritu retornara algún día a los suyos al cazar y comerse a su asesino. Recordemos –siempre va bien- que casi un 90% de la población humana cree en qué hay algo después de la muerte, o sea que tiene significado, aunque desde una perspectiva urbana y post moderna como desde la que nos encontramos, tales ideas nos parezcan, cuando menos, peregrinas.


Nuestra sociedad, inmersa en una civilización que bien pudiera ser tildada de adolescente por sus continuos desvaríos, le ha dado la espalda a la muerte. Creemos que tenemos la vida por delante, ¿para qué preocuparnos por la muerte? Y es que la muerte no acaba de estar nunca de moda, no es un bien de consumo, aunque sea de un solo uso. La muerte huele a caca, y eso es difícil de vender, por lo que solemos ocultarla de la luz, y le atribuimos el color negro y las gafas de sol. Y sin embargo, la muerte (tanathos) es junto a su antagonista, el amor (a-mor, lo que no muere), el único tema interesante en la epopeya humana; con ella embadurnamos novelas y películas, canciones y esculturas, cualquier obra que posea algo de chispa.

La pregunta es: ¿Podemos elegir el momento de nuestra muerte, si no elegimos el de nuestro nacimiento? O, dicho de otra manera, ¿es nuestra nuestra existencia? Nos ha sido dada, no la hemos comprado, aunque paguemos con la vida su alquiler; pero nadie parece dudar de que es lo único que de verdad tenemos. En una época en la que se nos contagia el virus capitalista desde muy temprano, la vida es también una posesión, un bien, y tiene dueño. De hecho, la vida hasta tiene un precio, que varía entre 300 mil euros y un plato de lentejas, dependiendo de la latitud en la que nos encontremos. Por ello decimos “quitar la vida” o “perdonar la vida”, como si fuera algo diferente de nosotros mismos, algo tangible.

Hace unos años, una terrible noticia amaneció en algunos medios de comunicación y se mantuvo el tiempo que tardamos en digerir el brioche, para reintegrarse rauda en el inconsciente informativo, que es algo así como el limbo de las noticias terribles: nadie sabe donde están, pero su recuerdo no deja de resonar y acude cuando lo solicitamos. La noticia era la decisión de algunas etnias aborígenes australianas de no tener más hijos, de no tener descendencia, y la razón esgrimida fue que este mundo actual no vale la pena conocerlo, ni ayudar a que se prolongue ni una vida más. A día de hoy, la misma decisión ha sido tomada por diferentes tribus a lo largo del planeta. No creo que pueda haber noticia más desgarradora, y sin embargo allá quedó, apartada como otras. El suicidio colectivo no como fruto de las coacciones de algún iluminado, profeta del Apocalipsis now, sino como respuesta meditada y serena de toda una raza ante el expolio y reiterada violación a la que se ve expuesta su –nuestra- Madre Tierra. No oí entonces a nadie escandalizarse ante semejante holocausto, pero sigo escuchando el eco de la que se montó ante suicidios colectivos de grupos religiosos sectarios occidentales, por ejemplo, o ante el citado documental, que propiciaron ríos de tinta en todos los medios de comunicación. No creo que, si hemos sido capaces de digerir semejante banquete, nos vaya a sentar mal la cena por un guisante más.

El conflicto (artículo de opinión)

Durante unos años estuve muy relacionado con una tribu de beduinos al pie del Monte Moisés, en el Sinaí. Fue allí, en el único territorio al que los israelitas pueden acceder por tierra, cuando empecé a conocerlos de verdad. Llegaban en familia, ruidosos y alegres, y se mostraban de lo más cercano a los beduinos. Yo nunca había presenciado algo así, tras vivir y recorrer casi todo Oriente Medio: árabes congeniando con hebreos. Intrigado, le pregunté a mis amigos el porqué de ese hermanamiento. Al parecer, durante los años en los que los israelitas permanecieron ocupando el Sinaí, tras la guerra del Yom Kipur, los beduinos se sintieron tratados como personas por primera vez –los beduinos comparten los mismos estigmas que nuestros gitanos- en su reciente historia. Los invasores respetaron sus posesiones, les pagaron sueldos justos por sus trabajos, les facilitaron estudios, asistencia sanitaria gratuita y, cosa nunca vista hasta entonces ni tampoco después, incluso les trasladaron en helicóptero a hospitales de TelAviv cuando fue necesario… ¿Cómo no recordar ésos tiempos con añoranza y gratitud?

En otra ocasión me encontré atravesando Gaza para coger un ferry desde un puerto israelí. La imagen de la alambrada que separaba territorio palestino del israelí se me ha quedado grabada para siempre: tras horas y dos mil kilómetros de puto desierto surgía ante mis ojos una alfombra de un césped impecable que se perdía hasta el horizonte. Cortado con tiralíneas. Desde el googlemaps debe de ser espectacular. El paraíso comienza a un palmo del infierno. Y en medio, claro, el control de aduanas más endiablado que te puede caer; ríete de los americanos. Esto sí que es la América de verdad: vaqueros que viven rodeados de indios, una democracia injertada en la yugular del eje del mal. De aquí surge toda la tecnología punta, lo más mejor, lo último en sofisticaciones tecnomilitares y métodos de guerra. Porque aquí lo necesitan para sobrevivir cada día, no por si acaso, o para dar miedo… Como era de esperar, los judíos israelitas que conocí eran gente normal y de procedencias de lo más dispares, pero cuyo rasgo en común, aparte de su ascendecia racial, es que estaban hasta las pelotas de que TODAS las familias que conocían hubiesen sufrido al menos un ataque por parte de un árabe. La mayoría de veces una puñalaá por la espalda… Hombre, eso de caminar siempre por las calles con la cabeza mirando hacia atrás debe de ser bastante estresante.

Años después, mientras paseaba por Jerusalém, asistí a lo debía de ser el rito diario de iniciación de muchos de los jóvenes locales - y aquí hablo de los de ambos bandos. Estaba en la zona árabe de la ciudad antigua, que en ese momento parecía atestada por alguna manifestación (por cierto, que aquélla manifestación no hubiera sido permitida en ninguno de los demás países de la zona, todos ellos dictaduras manifiestas). El caso es que enseguida pasó un coche militar israelita, con su patrulla de soldados mixta empuñando sus automáticas, para dispersar a la muchedumbre. La masa los abuchereó con los puños en alto, y un chaval frente a mí les lanzó una lata vacía -con la mala fortuna de que impactó en un costado del vehículo y que uno de ellos estaba mirando. Oye tú, en menos de diez segundos un par de vehículos militares bloquearon a la gente y 4 soldados jovencísimos se bajaron y desplegaron veloces, dirigiéndose al chaval que se había quedado clavado delante mío. ¡Se lo llevaron antes incluso de que pudiera echarse a llorar! Imaginad el sentimiento de impotencia de las 400 personas que presenciaron la escena: medio millar de enfurecidos árabes achantados por una docena de veinteañeros que parecen salidos de un videojuego de guerra ¡y encima la mayoría eran chicas!

¿Me dan derecho estas tres estampas a formarme una opinión? Por lo menos me han brindado la oportunidad de escapar a la tentación de intentar encontrar un motivo o peor, una solución, a algo tan aberrante e irracional como es una guerra.

Ladrones de verbos (ejercicio)

Y digo susurro, y ellos se quedan petrificados, con los ojos abiertos como faros, maravillados, y dicen qué y se miran y me miran, y dejan de pegarme por primera vez desde hace días, claro, por fin he comprendido que eso era lo que querían, que yo diga algo, mis palabras, que yo me de por vencido y les entregue mis palabras, las que tú me enseñaste, y comprendo, consigo juntar dos neuronas y me oigo decir susurro otra vez, porque no aguanto más, lo siento, no aguanto más, el metal de las correas clavándose en las muñecas y en los tobillos, el nauseabundo olor a orín y heces… se pierde todo raciocinio cuando se dejan de sentir los golpes, tras las veinte primeras patadas en la cabeza, y el electrodo en los machos, susurro, repito, y al decirlo es como si un dique se reventase, y sin que ya yo lo domine surgen las demás, roce, espuma, orilla, risa, invitándome como peldaños de una escalera, y subo, lo que dura un instante, un fugaz parpadeo, hasta la mañana que nos conocimos, y, entonces,

susurro tu voz, que permanece como el roce de la espuma sobre una orilla, y tu risa que contagia, etérea como un beso de luz. Te estremeciste de rubor -como las alas de una mariposa- ante aquélla caricia, suave y bella, y después, después la plenitud de una paz que aún en el recuerdo es una fiesta, música de seda, cálida como una fruta madura que nunca ha de caer. Olas, olas que flotan de mi fuente a tu boca, y cerezas como cuerpo desnudos, con los ojos cerrados como si fuera un baño…
Y juegas. Juegas a correr y saltar, hasta que el sol te abraza en su compartir y amas, de tu infancia, los sueños y el olvido. Y de aquella párvula placidez, azul celeste, los colores del bienestar, una vida sin preguntas y sin peros


pero ya volvieron los peros y los palos, los correazos, los cortes en la cara, un charco de sangre, y la corriente que te retuerce por dentro, como si la electricidad corriera por tus venas, como si cada átomo de tu cuerpo quisiera liberarse, y encima sus risas… se ríen, aúllan, gruñen, chillan mientras me siguen pegando, por rojo, maricón, cobarde, pero sobre todo por poeta, y escupen sobre mis palabras, sobre los únicos secretos que aún poseo y que ellos desconocen, ávidos de escucharlas de nuevo y de llevárselas consigo, ladrones de verbos, de nombres y adjetivos, qué haréis con ellos, qué haréis con ellos si no sabéis lo que significan, ni sabréis pronunciarlas, de qué os servirán en vuestro siglo de tinieblas y silencios…

El muro. (cuento corto)

Nadie recuerda exactamente cuándo empezó aquello ni, sobretodo, cuáles debieron ser las circunstancias que llevaron a don Julio, un hombre corpulento pero entrado ya en años y vecino de la barriada Virgen de Loreto, a empecinarse en una obra de tal envergadura. Al principio, en alguna reunión con los padres de los niños a los que yo daba clase, algún vecino me aventuraba que seguramente el viejo lo hiciera hastiado por las innumerables ocasiones en las que los animales arrasaban el amplio y desordenado huerto que tenía detrás de la chabola, y del que prácticamente vivía. A nadie le extrañó pues, en un primer momento que Don Julio, que ya había levantado anteriormente un par de cercados –el primero con cañas, el segundo de alambre y el tercero con chapas metálicas recogidas en alguna obra cercana-, se empecinase en salvaguardar las pocas posesiones de las que disponía del ataque de las bestias y de los gamberros. Pero lo que ha todos impresionó por igual fue el hecho de que en ésta ocasión, y sin que hubiera ningún precedente en la barriada, el pobre hombre se embarcara en la colosal y ardua tarea de erigir un muro de piedra que delimitase la totalidad de su parcela, unos 200 metros en línea recta. Muchos fuimos los que intentamos que se echara atrás al comprender que aquel ancho surco que había ido cavando alrededor de su terreno durante unas semanas no iba a ser un foso, ni un canal de agua para mantener a raya a los topos, ratones, conejos y toda suerte de predadores que a buen seguro lo atormentaban, sino el espacio que iba a ocupar el cimiento del muro.

“Imposible! Se ha vuelto loco! Se va a matar!” le gritaban algunos, cuando se cruzaban por allí al ver cómo trabajaba, echándose las manos a la cabeza antes de escabullirse por si el hombre les requería ayuda. Pero no, Don Julio no la pidió nunca porque nunca había pedido nada, y se las había arreglado muy bien viviendo sólo desde que le abandonaran mujer e hija hacía ya muchos años, cuando todos los de las chabolas vecinas aseguraban que se marcharía, que no aguantaría. La verdad es que siempre había sido hombre bastante reservado, de pocas palabras según me contaron los más viejos, aunque celoso hasta la locura, y eso era lo que lo había perdido.

Se pasaba las jornadas acarreando las piedras de un lado a otro hasta tenerlas distribuidas a lo largo del perímetro surcado, ayudado por una carretilla de madera que él mismo se había construido con cuatro tablones y una rueda de un remolque. Material para la obra nunca le faltó, pues eran numerosos los muros caídos de piedra que delimitaban en un pasado los campos y terrazas de la colina sobre la que se asentaba el barrio. Yo solía cruzar por ahí camino del colegio para no tener que cruzar la vaguada. Una vez le ofrecí unos guantes al ver los numeroso cortes y desgarros que las piedras y los milpiés inflingían a sus manos, y otro vecino unas botas viejas para protegerse las extremidades, pero él los rechazó agradeciendo escuetamente la intención sin dejar siquiera de trabajar, para no dar pie a insistencias. Pronto se le quemaron brazos y espalda, y la punta de su afilada nariz bajo el sombrero de paja que siempre llevaba.

Empezaba al despuntar el alba, y más tarde, cuando al fin llegó el verano con sus largos días y sus mañanas templadas, incluso antes. Hasta los gallos debían de sorprenderse al verse despertados por aquel pobre hombre, extremeño creo, y doblado ya por la vida, afanándose en la oscuridad en conseguir que las piedras encajaran unas con otras y rellenando los huecos con la tierra arcillosa del lugar. Al cabo de bastante tiempo, al llegar el muro a cierta altura, tuvo que improvisar una suerte de andamios que lo alzaran y que él iba desplazando a lo largo de la construcción. Paraba cuando el sol estaba en lo más alto para comer cualquier cosa que arañaba del huerto o del corral, y después continuaba hasta bien entrada la tarde, cuando se retiraba para regar o a ocuparse de algún sembrado. El domingo también trabajaba, a pesar de los insultos que se llevaba del padre Guzmán y de sus promesas de castigo eternos por violar la Ley del Señor, aunque supongo que a Don Julio le importaban un comino ésas amenazas, pues nadie recordaba haberlo visto nunca por la iglesia, ni siquiera con ocasión de algún entierro, ni era hombre que recordara a Dios ni para blasfemar cuando alguna roca resbalaba hasta sus castigados pies.

El caso es que, al llegar el siguiente invierno, alguien reparó en que el muro ya casi rebasaba la altura de un hombre, y todos nos sorprendimos por igual. Habituados ya desde hacía meses al paulatino pero indefinido avance de la titánica obra, no nos habíamos percatado de su desproporcionada alzada. Inmutable ante los requerimientos de los vecinos, Don Julio solo contestaba “aún falta un poquito más” y ya nadie le sacaba más que una ladeada sonrisa. Y en cuanto cerró mediante una pesada puerta reciclada la única abertura que había dejado en el muro, ya sólo se le podía ver desde el exterior si lo encontrabas subido al andamio o sobre el muro, encajando las piedras. Por aquel entonces a nadie le interesaba ya qué misterioso motivo puede llevar a una persona con su edad a plantearse una excentricidad como esa, y eran más los que se burlaban o le gritaban loco que los que quedaban mirando la obra.

Hasta que, pasados varios meses, un niño, vecino del terreno donde vivía Don Julio, lo comentó al llegar un lunes al colegio: allí no se oye ni se ve nada desde hace unos días. Al acabar las clases, fuimos muchos los que nos acercamos asombrados por la noticia, e incluso hubo quien pensó en que quizás le hubiera ocurrido algo al viejo. Como la puerta estaba cerrada no hubo manera de entrar y nadie contestaba a nuestros llamados. Tras contornear el perímetro de la alta muralla de piedra (la “Gran Muralla” como la llamábamos irónicamente) comprobamos que era verdad, que finalmente ya estaba acabada. Y lo que parecía era el exterior de una prisión. Y de eso estábamos platicando cuando, cosa insólita en aquella barriada miserable, apareció un taxi y de él se bajó Don Julio muy acicalado, con su mejor traje y aquélla media sonrisa forzada, la mirada baja y el sombrero en la mano para no tener que saludar a nadie -supusimos, pues era evidente su asombro y desagrado ante la abultada afluencia de vecinos alrededor de su puerta. De su brazo iba una india, pequeña pero muy agraciada, con un improvisado ramo de novia en la mano y que nos miraba sorprendida, impresionada tal vez por el gentío, tal vez por la singular fortificación hacia la que le conducía el corpulento viejo. Su precioso rostro se contrajo durante un momento hasta truncarse en una trágica máscara de temor, sentimiento que pareció acompañarla mientras desaparecía tras la pesada puerta de hierro.