He de reconocer desde un principio que carezco de una visión subjetiva en lo que a jubilaciones se refiere, puesto que no he pegado un sello en vida y mi currículo laboral más parece un haiku. Pero creo que es necesario cierto distanciamiento y ecuanimidad cuando abordamos cualquier asunto que tenga que ver con la religión.
Si, la religión. Adoramos trabajar, nos encanta estar ocupados, producir, ejercer, construir, diseñar. Nuestra civilización está basada en esa actividad frenética y depredadora que rige la lógica capitalista: cuánto más, mejor. Además, el laboro está bendecido en las Sagradas Escrituras. Trabaja o revienta. El trabajo es así para el humano un bien sagrado, divino, como si poseerlo nos hiciera estar en comunión. Porque, ¡ay, cuando no lo tenemos o lo perdemos!, lo buscamos entonces cual Santo Grial, avergonzados en la filas del INEM, nuestro original purgatorio. ¿Acaso no llamamos chupópteros a todos aquéllos que, escogiendo una vida ociosa, contrarían su naturaleza trabajadora, violentando la Ley del Mercado, y enflaqueciendo el sacrosanto PIB?
Y es que dicen que el trabajo dignifica, que es un derecho. Sin embargo, ¿cuál debe de ser el porcentaje de trabajadores que, con la ilusión de ejercer ese derecho, acaban desempeñando labores que nada tienen que ver con sus aptitudes, inclinaciones, gustos o intereses? Personas que dedican sus horas a realizar gestos mecánicos, o peor aún, labores injustas y actos reprobables encargados por terceros; hechos con los que no se identifican y que les obligan a apagar su conciencia para sobrevivir con un mínimo de coherencia interna, la mayor parte de las horas de la mayor parte de los días de la mayor parte de su vida. Para todos ellos, esclavos de la Matriz imperante, ¿no cabría suponer que una jubilación anticipada habría de sentar como una liberación espiritual, un gozo sin límite ante la nueva oportunidad de volver a vivir en libertad que te brinda la vida? Pues hete aquí que tampoco es así, sino que a menudo, el sentimiento de vacío y culpabilidad que arrastra la inacción conlleva el peligro real de caer en una depresión, o en estados de angustia vitales que socaven nuestro calidad de vida. No sabemos estar sin hacer nada.
¿Cómo se llega a ello? Ya desde muy pequeños nos acostumbran a horarios y tareas que violentan nuestras más naturales tendencias. Nos adiestran en el momento en que somos más influenciables a acatar relaciones de poder y esquemas mentales que solo tienen como objetivo prepararnos para engrosar las filas de un mercado laboral acallado y obediente. El plan Bolonia ya empieza en la primaria: el mal estudiante es sinónimo de vago, y ese es un mantra difícil de borrar en un cerebelo tierno. Mal lo tenemos si queremos imaginar que otro mundo es posible. Un mundo en el que solo tuviéramos que estirar la mano para comer… ¿Les suena? No sé, quizás es que prefiero los paraísos artificiales a los fiscales, pero a mí todo me suena a disparate.
¿Jubilarse a los 48? ¡Pero si a ésa edad casi es cuando deberíamos de empezar a trabajar! Si recién con los cuarenta sabemos quiénes somos, que es lo que nos gusta y qué lo que sabemos hacer bien… Además, ya han crecido los niños y no podemos dedicar en cuerpo y alma a lo que de verdad nos interesa, sin importarnos horarios ni convenios. ¡Anda que no subiría el dichoso PIB con legiones de trabajadores felices!
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Hace 14 años